Asombro ibérico

En agosto de 2012 recibí un regalo muy ansiado: viajar a Salamanca para asistir a un congreso.  Un sueño se hacía posible, estudiar en la Universidad de Salamanca dejaba de ser un anhelo y se convertiría en realidad en febrero de 2013.

En enero tuvimos nuestras vacaciones y en febrero me reintegré a trabajar. El domingo 17, luego de dos semanas arduas en las que procuré prever las demandas laborales, volé rumbo a España.  El plan de AICU (Asociación de Intercambio Cultural) ofrecía cuatro días en Salamanca para asistir al seminario Tendencias de Comunicación y tres jornadas más en Madrid.

Salamanca me impactó ni bien la vi, su color ocre es tan envolvente que brinda una bienvenida cromática agradablemente particular. ¡Y qué limpia se veía la ciudad! Llegamos a media tarde del lunes, estaba bastante fresco aunque no tanto como esperábamos. Para conocer parte de los servicios de la ciudad me fui hasta el centro comercial El Tormes que está afuera del núcleo urbano. Es un lugar chico (parecido al Punta Shopping) en el que visité tiendas de ropa, de cosmética, de productos para el hogar; estuve un buen rato en el supermercado indagando el consumo, productos novedosos, etc. Tomé un muy buen café en una pérgola encantadora y aproveché la wifi (voladora) del centro comercial.

Los precios de la cotidianeidad de Salamanca no me impresionaron: un cortado largo y bien servido: $ 31, un pack de seis botellas de agua sin gas de 300 ml: $ 39, almuerzo en salad bar con una bebida: $ 232, una gaseosa de medio litro: $ 21, seis manzanas medianas: $ 62. Esperé más diferencias frente a un euro que está caro, pero los servicios de la vida diaria española cuestan casi lo mismo que en estas latitudes.

El martes de mañana salí a correr bien temprano, a las 7 AM todavía estaba de noche. Dejé el casco histórico (donde estaba ubicado el hotel) rumbo al Parque de los Jesuitas. Antes de irme ya había indagado en qué espacios verdes podía correr, tanto en Salamanca como en Madrid.  El Parque de los Jesuitas resultó un lugar muy agradable pero chico, así que lo recorrí varias veces, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Terminó la noche y despuntó el sol mientras conocía palmo a palmo un jardín prolijamente cuidado, hermoso, ideal para caminar, pasear, jugar. La pulcritud de la ciudad seguía impresionándome minuto a minuto.

Los días siguientes fueron de deporte y turismo en las mañanas, y clases en las tardes. Visité la Plaza Mayor, decenas de iglesias, recorrí calles, saqué cientos de fotos y vi pasar miles de turistas. En las tardecitas, luego de las cursos de cada día, disfruté de tés, cafés y jugos en bares con encanto, historia, tradición y buena atención.

Salamanca invita a fotos, cada esquina es una postal. La vista se recrea con muros de centenarias piedras, lindas ventanas, faroles y calles muy limpias. La Gran Vía despliega un esplendor de antaño y fascina con sus arcas continuas que parecen nunca acabar. En el Mercado se aprecian pescados brillantes que descansan sobre un hielo tan frío como el que hace afuera, hay jamones de todo tipo,  verduras y frutas relucientes.

Salamanca es ciudad de conventos y el de San Esteban es monumental, la fachada renacentista de su iglesia se impone con gallardía y los retablos invitan a pasar pues el edificio está muy bien conservado.

Las torres medievales de la Catedral son uno de los elementos más significativos de la ciudad. Desde cualquier lugar pueden verse pues se imponen con sus 110 metros de altura. El recorrido interior incluye parte de la vieja catedral y también de la nueva. Arriba la vista de la ciudad es espléndida, desde la altura se aprecia el casco histórico y las nuevas edificaciones, los espacios verdes, el río Tormes. El valor histórico de la visita es inaudito: se trata de un edificio que comenzó a construirse en el siglo XII.

La ciudad invita a liberar el instinto paseador, buscar y asombrarse con esquinas que permiten descubrir y retratar lugares maravillosos. El barrio histórico impacta por sus plazas, monumentos, edificios, bares, restós.

El Cielo de Salamanca es “el imperdible” de la ciudad; luego de visitarlo sentí que el viaje ya tenía un sentido inolvidable. Dice un folleto explicativo que “pocas ciudades tienen dos cielos. Uno, el exterior, el que vemos todos los días y otro en el que la vida, los sueños de la ciudad, se sintetizan, se resumen, toman forma”. Así es el Cielo de Salamanca, un fresco pintado por Fernando Gállego que estuvo en la antigua biblioteca de la Universidad y que fue trasladado al lugar que hoy ocupa.  Para apreciarlo, diversos especialistas desplegaron una puesta en escena envolventemente negra que enaltece al fresco ubicado como bóveda. La iluminación es perfecta y permite apreciar las estrellas, los signos del zodíaco y los seres mitológicos que surgen de un fondo intensamente celeste.

Y del Cielo fui a la Cueva, otro lugar con magia. La Cueva de Salamanca se encuentra en la antigua iglesia de San Cebrián. Es tan famosa que figura en relatos de Cervantes, Botero, Quevedo y otros tantos. Parece que en la cripta de este lugar funcionaba una escuela de ciencias ocultas. Del origen poco se sabe, algunos dicen que ese hermético lugar (en el que se practicaba la nigromancia, la iniciación y la adivinación) fue fundado por Hércules, otros lo relacionan con los árabes o los celtas. La Cueva es la entrada a un laberinto de túneles que recorría el subsuelo de la ciudad dando vida a la otra Salamanca: la cara oscura del conocimiento que generaba saberes herméticos, magia, alquimia.

El viernes de despedida de la ciudad comenzó con un buen entrenamiento matinal con aguanieve incluida. Hacía un atemorizante frío y por la calle San Pablo bajé hasta el río Tormes. Me fui hasta el límite de la ciudad con la vista fija en las torres de la Catedral, esas imponentes construcciones fueron mi guía y referencia. Me alejé del barrio histórico, continué por la ciudad y en el enclave de dos carreteras, luego de correr varios kilómetros doblé a la derecha. Volví a entrar a Salamanca por el costado oeste. Encontré el Jardín Botánico, lo recorrí y seguí rumbo al casco antiguo. Pasé por el puente romano, la Universidad, la Plaza Mayor, recorrí esas milenarias calles, me metí en los portales y en las plazas. Llegué al hotel mojada por el aguanieve que constantemente caía. Llegué feliz pues tuve la oportunidad de hacer deporte en un lugar fantástico, conjugué adrenalina con historia, pasión con pasión.

Ese fue un día inolvidable, volví a la Universidad y visité la impecable Biblioteca. Me faltan palabras para describir el placer de ver esos libros tan bien cuidados, los escritorios, las sillas, los globos terráqueos que adornan la estancia. La Universidad fue fundada en 1218, es la más antigua de España y modelo de las universidades hispanoamericanas. Sus aulas son exquisitas, se respira historia, se vive la pasión del conocimiento y la belleza reina en los artesanales techos, en el mobiliario, en las pinturas, en el propio edificio. Su puerta es muy famosa por la cantidad de símbolos y en especial por su ranita, pagana y esquiva.

Salamanca en invierno es sinónimo de frío, es belleza, innovación, perfeccionamiento y reescritura de la historia. Es una invitación para conocer el pasado, vivirlo, disfrutarlo, comerlo con la vista. La ciudad es seductora, parece que estuviera como en silencio a pesar de estar rebosante de personas. En sus calles hay perfume a jamones de boutiques gastronómicas que tientan hasta a los adictos a las verduras; hay relucientes bollos, bizcochos, panes, cafés, chocolates y churros; hay pinchos, tapas y vinos en pequeños cafés y restós repletos de estudiantes, locatarios, turistas y más turistas.

La última tarde-noche en Salamanca fue una espléndida sesión fotográfica de luces y sombras pues la ciudad luego de la puesta de sol seduce con sus claroscuros. Los edificios históricos están teatralmente iluminados; las calles, los salamantinos y los turistas se visten con otros ropajes, los de “las salidas de tapas”.

Dejamos Salamanca el sábado del fin de semana más frío del invierno español. Llegamos a Ávila, la única ciudad ibérica que mantiene intacta su fortaleza, para apreciar un paisaje gélidamente blanco. Tanto frío hacía que decidí dejar de sacar fotos y resguardar la integridad de mis dedos…

Ávila es pequeña, linda, cuidada, como salida de un cuento de reyes y reinas medievales. Ávila es otra postal, por ello la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad al ser “tierra de cantos y de santos”. Es la capital de provincia ibérica ubicada a mayor altitud (1130 m sobre el nivel del mar), por eso las bajas temperaturas dominan el invierno. En Ávila se aprecian la Catedral, varias mansiones, monasterios, santuarios, conventos e iglesias. Ávila es el medioevo, Ávila es historia resguardada.

A media tarde del sábado llegamos a Madrid. En subte primero y en bus después, fui hasta el Decathlón de Usera para comprar ropa deportiva. Los servicios de transporte se desplegaron con facilidad y pude hacer el trayecto de ida y de vuelta de forma cómoda, rápida y segura. En la tardecita y a la vuelta de esta excursión que sirvió para aprovisionarme de económicos artículos deportivos, comenzó mi recorrido por la capital ibérica. Primero pasé por el Parque del Retiro y llegué hasta la Puerta de Alcalá que me recibió estoica y firme sobre un manto de flores amarillas. Continué hasta el Palacio de Cibeles primero y su famosa fuentes después y ahí mismo me encontré con una populosa manifestación. La crisis española reúne muy periódicamente en el núcleo más importante de su capital a los parados, a los gremios, a los cientos de miles de damnificados y a curiosos turistas.

Decidí no continuar pues el gentío era abrumador —aunque en ningún momento sentí inseguridad—. El instinto turístico, tan a flor de piel en esos días, me llevó a la calle Serrano y el asombro se coló en mi cuerpo. Volví a ser la niña younguense que se impactaba con las luces montevideanas. A la derecha y a la izquierda vi hermosos edificios bien conservados, vitrinas brillantes, productos bellísimos, calles bien cuidadas, luces, colores, perfumes, glamour. Viví la experiencia de vitrinear en la calle, algo inusual por estas latitudes en las que se compra casi exclusivamente en los centros comerciales. La calle en España todavía tiene vida de compras; se puede pasear, mirar, disfrutar.

Regresé al hotel exhausta, feliz, deslumbrada y pronta para el día siguiente. El domingo comenzó con una linda corrida por el Parque de El Buen Retiro que me esperaba con muy pocos deportistas pues hacía mucho frío (apenas 3 grados). Corrí con ganas, ganas de hacer deporte, ganas de gozar cada minuto, ganas de conocer ese enorme y sorprendente parque que hace las mieles de cualquier corredor.

Un reparador desayuno me preparó para caminar por la Gran Vía hasta la Puerta del Sol, la Plaza Mayor, la feria del Rastro y el Mercado de San Miguel. En el trayecto paré una y cien veces para tomar fotos, mirar vidrieras, degustar un té «para llevar» en un local de la cadena Tea Shop. De cada uno de estos lugares podría escribir párrafos con abundantes adjetivos, pero esta crónica se transformaría en un libro muy largo. Para sintetizar diré una vez más que quedé asombrada por el lugar que ocupan la historia y la belleza, el orgullo que significa en España un monumento, una plaza, una calle.

A la vuelta hice el recorrido inverso y me zambullí en la librería FNAC de la calle Preciados. Los diferentes pisos y la puesta de los libros me envolvieron; pasé varias horas entre la magia de hojas encuadernadas que guardan mundos, vidas, diferentes horizontes… Me tenté y compré varios, como no podía ser de otra manera.

Llegó la tardecita y me preparé para el día siguiente en el que recorrería El Escorial. El lunes temprano pasó a buscarme Nuria de la agencia Travel Bikex, el objetivo era trasladarnos 45 k hacia las afueras de Madrid para conocer el imponente monasterio de El Escorial construido en el siglo XVI y bicicletear un poco a pesar del gran frío que hacía.

Llegamos a la ciudad de San Lorenzo de El Escorial (municipio surgido dos siglos después de haberse construido el monasterio) un rato antes del mediodía y luego de abrigarnos con varias capas nos subimos a las bicis para comenzar un recorrido de 40 k. Por senderos privados que están abiertos al público (así indica la ley española que se debe operar en los espacios históricos), con nieve y por laderas boscosas llegamos hasta la silla de Felipe II para admirar el imponente edificio de El Escorial.

Entre piedra, granito, pinos, restos de nieve y con un brillante sol llegamos a Zarzalejo para tomar agua y saborear un rico sándwich (emparedado según los españoles) de pan integral con semillas, queso y miel. Una delicia preparada por Nuria que compartimos entre relatos de España, anécdotas de viajes, retratos de Uruguay.

El día terminó con un almuerzo en uno de los tantos restós de la ciudad. San Lorenzo de El Escorial parece haber salido de la pintura de un artista, en la ciudad no hay nada librado al azar, todo es historia, todo es belleza arquitectónica para conocer, aprender y regocijar la vista. En el almuerzo también deleitamos nuestros paladares con aprovisionamientos calientes y, entre plato y plato, Nuria y yo continuamos recreando España, Uruguay, nuestras vidas, y posibles paseos en bicicleta.  La bicicleteada y el después fueron excelentes, el servicio estuvo perfecto.

El día terminó con la visita al Museo Reina Sofía para ver su obra más famosa: el Guernica. Y después de verlo ya no hay nada más que hacer… solo caminar, pensar, meditar y sentirse un ser privilegiado por haber conocido esta gran obra de Pablo Picasso. El cuadro es imponente, por tamaño, técnica y tema. El sufrimiento de la guerra aflora en cada centímetro y envuelve en escala de fríos grises la gran sala en la que se exhibe.

El martes, el último día de la corta estadía en Madrid, fue perfecto. Bien temprano volví al Parque de El Retiro para hacer 80 minutos progresivos, tan progresivos como el parque y sus sorpresas me lo permitieron. A pesar de ser la tercera visita, encontré nuevos lugares, más jardines, corrí en torno al Palacio de Cristal, me dejé ir por las callecitas, sentí el frío en mi rostro y vi despuntar el alba en esa gran ciudad.

Para despedirme de Madrid fui al Museo del Prado con el claro objetivo de ver solo algunas obras pues tenía los minutos contados. Luego de un par de horas debí literalmente arrancarme de las garras del museo, la belleza de ese lugar es indescriptible. El Prado es un museo clásico en su puesta en escena, iluminación y presentación. Es por lo tanto de una hermosura fácil de comprender y sus salas están diseñadas para recorrer sin parar, ir todos los días y dejarse maravillar por El Bosco, Durero, Rafael, El Greco, Caravaggio, Velázquez, Goya, Rembrandt, Rubens.

Fui al Museo del Prado a ver a Las Meninas y el Jardín de las Delicias. Ambas pinturas me cautivaron pero debo confesar que otras tantas también me llegaron al alma y viví, por primera vez en mi vida, la experiencia de mayor emoción frente a la pintura. La música, el teatro y la danza me habían ofrecido ese sobrecogimiento del alma y pude en ese Museo experimentarlo por primera vez ante la belleza de un cuadro.

Horas antes de volar a Uruguay pude recorrer el Palacio Real y la Catedral de la Almudena. Me quedé con ganas de más. España me cautivó, me asombró y me conquistó a pesar de que soy una persona muy desapegada a los orígenes de la “madre patria”. Por eso mismo disfruté tanto pues me sorprendí a cada instante. Volveré a Madrid para recorrer los lugares pendientes, ir al Museo del Prado una vez más y vivir la Historia que con tanto orgullo se muestra.

El viaje fue perfecto pues conjugó estudio en una gran Universidad, turismo y deporte. Conocer el mundo de esta manera fue un regalo maravilloso.

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