La previa chilena
Miércoles. Día 1
Jueves. Día 2
Viernes. Día 3
El salar
Sábado. Día 4
Domingo. Día 5
En campamento, el momento del día que más me gusta
Lunes. Día 6
El té de coca y la altura
La quínoa
Martes. Día 7
La Reserva
El frío
Miércoles. Día 8
Macario
Jueves. Día 9
Viernes. Día 10
Sábado. Día 11. Colofón
Datos útiles. Cosméticos
Datos útiles. Ropa
Referencias
La previa chilena
Osmar y yo llegamos a San Pedro de Atacama el martes 30 de junio de 2014 de noche y con ganas de cena y dormir. Nos esperaban Hans y Adrian de Spondylus-Chile para comenzar una travesía de once días por Bolivia desde la cosmopolita ciudad de San Pedro de Atacama. San Pedro, que es ocre, achaparrada, mágica y babélica, nos esperaba para seducirnos una vez más.
Miércoles. Día 1
Salimos, luego de un excelente desayuno, caminando hacia el Pukará de Kitor primero y el Valle de Catarpe después. La primera parte del recorrido fue por un tramo vecinal. Pasamos un cruce de agua y nos adentramos al valle. Ese cruce nos guió durante todo el recorrido. Debimos atravesarlo varias veces, el agua estuve siempre fría y corría con mucha fuerza. Pasado el mediodía, luego de tres horas de casi ininterrumpida marcha, paramos para almorzar y descansar.
El valle, amplio al comienzo, se angostó y el agua adquirió más fuerza todavía. En un momento nos costó avanzar, el andar se hizo difícil entre altas paredes color ocre. El recorrido del día terminó con unas mínimas subidas y bajadas que pusieron a prueba mis tobillos. Al final nos esperaba la camioneta para el traslado al pueblo. Adrian la había ubicado estratégicamente frente a un muro de muy antiguas piedras con petroglifos incaicos y atacameños: llamas, círculos concéntricos y otras figuras geométricas.
Hans, nuestro guía, para dar marco al momento leyó la leyenda de la llama celestial. Regresamos cargados de naturaleza, historia y con la fuerza mística de las leyendas indígenas.
Jueves. Día 2
Nos despertamos temprano, al igual que el día anterior, porque la ansiedad es siempre mayor que el cansancio. Dimos cuenta de un rico desayuno y nos preparamos para el traslado a Bolivia. La ruta del Desierto, por la que comenzamos a transitar, es sobrecogedora por su aridez y recorte ondulado a ambos lados del horizonte. Al salir de la ciudad la imponente Cordillera de la Sal posó elegantemente para nosotros.
Hicimos muchos kilómetros en camioneta hasta la ventosa frontera con Bolivia. Luego de los trámites burocráticos en Chile, nos encontramos con el vehículo boliviano que nos esperaba para cambiar todo el equipaje —que era voluminoso, pues incluía las carpas, toda la alimentación, el agua, además de las cuestiones personales de cada uno de nosotros—. También tuvimos que realizar los trámites en Bolivia que fueron rápidos, ya que los aduaneros estaban, como nosotros, ansiosos de terminar esas vueltas por el intenso viento que soplaba sin cesar.
A media tarde llegamos a San Pedro de Quemez con la vista impactada por un mar de corales petrificados que desborda a los viajeros unos kilómetros antes del pueblo.
San Pedro de Quemez es un caserío en el medio de la nada. En la actualidad cuenta con energía eléctrica, una cancha de fútbol muy moderna e Internet —que casi nunca funciona—. Nos hospedamos en el Hotel de Piedra que está situado arriba del pueblo, inmediatamente después de Pueblo Quemado. Nos dijeron que era día festivo y bajamos a conocer el pueblo. Casas grises y pardas, al igual que el suelo, calles de tierra y mucha pobreza son las características que definen a San Pedro de Quemez.
En una esquina vimos la procesión —una treintena de personas— que celebraba y transportaba el Santo del lugar. Sentimos fuerte olor a alcohol y vimos botellas tiradas. El grupo estaba conformado mayormente por adultos de caras castigadas y ataviados con las clásicas vestimentas bolivianas. En las calles se veían niños jugando, perros sueltos y basura. Entramos a la iglesia que estaba repleta de flores de muchos colores. Los santos y el propio Jesús estaban vestidos con brillos y colores fuertes. Sus rostros y vestimentas eran casi infantiles. Preponderaban el destello de la lentejuela y del plástico, los colores intensos y el olor penetrante de las flores.
Regresamos al hotel y temprano nos sirvieron la cena que estaba sencillamente preparada, era muy rica y de sabores plenos. Dormimos casi diez horas en una cama amplia, cómoda y cálida. Descansamos.
Viernes. Día 3
Otro día que comenzó al amanecer, pues a las 7 AM ya estábamos desayunando. Cargamos el equipaje y salimos hacia el salar más grande del mundo. Pasamos por Galaxia dos estrellas y tuvimos la suerte de conversar con uno de sus descubridores. Galaxia dos estrellas es una cueva disecada muy antigua. Dos lugareños decidieron, hace doce años, reacondicionar el cementerio indígena del lugar un año de sequía en el que la quínoa, su modo de vida, no generó una buena cosecha. Con “respeto, ofrendas y algo de miedo” (como nos comentó quien nos relató la historia) buscaron momias en la Cueva del Diablo. No las encontraron, pero la suerte de estos dos emprendedores estaba de su lado y por un mínimo agujero vieron esa gigantesca gruta. Arreglaron el lugar, le dieron un nombre (Galaxia dos estrellas) y viven del turismo en los años de sequía.
Llegamos a nuestro destino sobre el mediodía: Inkawasi, una isla volcánica con cactus gigantes, pinchudos y marrones, muy antiguos —algunos tienen casi 500 años— en medio del salar. El salar más grande del mundo, conocido como Uyuni, se llama en realidad “Salar de Tunupa”. Tunupa es el nombre del volcán más importante del lugar y del salar y recuerda a una figura mitológica aymara. Son 100 km2 a una altitud de 3653 msnm, la temperatura promedio es de 6º C, en verano alcanza los 30º C y en invierno desciende a -25º C. Los vientos fuertes son habituales y también las bajas temperaturas. El calor del sol se transmite casi exclusivamente por la radiación, por eso la diferencia entre la sombra y el sol es muy extrema. Las lluvias, que son pocas, se reservan para la temporada de diciembre a abril en la que todo se inunda y el suelo se renueva. El ecosistema del salar es muy frágil, pero muy intenso. El suelo es duro y frío y hasta el horizonte en los cuatro puntos cardinales se ve un mar blanco e inamovible.
Desde Inkawasi nos a Isla Pescado, 11 kilómetros antes de llegar al lugar donde pasaríamos la noche la camioneta paró y bajamos para caminar. El trayecto se hizo largo, monótono a veces, pesado y penetrante, así es caminar en el salar. No había viento, algo inusual, y el trayecto hasta el campamento fue un regalo de blancos y silencio.
El salar es indescriptible, hacen falta los diferentes matices de blanco de los esquimales para describir tan inquietante lugar. Quienes conocen la nieve tratan de buscar similitudes, para nosotros la arena es lo más parecido. Yo no conozco arenas tan extensas, salvo las del desierto que son casi doradas. El salar se le parece, de alguna manera, pues es un desierto de sal, de piso duro y albo. Es también un mar con islas. Y en lugar de olas tiene figuras hexagonales que se forman en su superficie.
Al llegar armamos campamento en Isla Pescado, en una cueva formada entre vestigios volcánicos.
El salar. Hace 100 millones de años los Andes no existían, la región que actualmente se conoce como el altiplano estaba a nivel del mar. En esa superficie se depositaron y sedimentaron levas capas de agua salada. 25 millones de años atrás, la comprensión del lado oeste de la placa sudamericana y la del Pacífico causó la formación de los Andes. La sal sedimentada emergió a la superficie y por eso se observan actualmente numerosos salares en el altiplano. Hay escasa vida en el salar porque no hay agua. Se observan, asimismo, rastros de vida animal principalmente en sus islas y proximidades: llamas, vizcayas, roedores, algunas aves. Desde hace unos 20 años el Salar de Tunupa se ha convertido en uno de los destinos más importantes de Bolivia. La razón es simple: el lugar es excepcional.
Sábado. Día 4
Desarmamos el campamento luego de desayunar. Osmar y yo comenzamos a caminar por la orilla de la isla volcánica y la camioneta nos alcanzó un rato más tarde. Llegamos a Coqueza, nuestro siguiente destino, luego de transitar por ese mar de blancas sorpresas. En la plaza del pueblo Hans pagó los tiques para subir al Tunupa, nuestro primer gran ascenso del viaje. Pasamos primero por una gruta cementerio que ofrece una familia de momias “chullpas” encontradas en el lugar (en la lengua común, la palabra “chullpa” designa las tumbas donde se encuentran las momias, usualmente en las cimas de las montañas; en la región, “chullpa” es el nombre de los primeros habitantes). Había, además, dos momias más encontradas muy cerca. El emprendimiento local y atendido por un lugareño fue curado por arqueólogos alemanes. Es, por cierto, muy interesante y educativo conocer rastros preincaicos e incaicos mientras recorremos la Bolivia profunda.
El ascenso al mirador del Tunupa no requiere destrezas técnicas, pero la falta de oxígeno hace una labor importante y el cansancio es un compañero constante. Las caminatas en la altura solo pueden describirse con la conocida frase de Goethe “sin prisa y sin pausa, como la estrella”. Paso a paso y apoyados en los bastones, llegamos al mirador que está estratégicamente ubicado frente al cráter. Es impresionante, obviamente, y no solo por su tamaño (grande y devorador), sino por sus colores, parece un mousse de chocolate veteado con dulce de leche.
Repusimos fuerzas con la ración de marcha que habíamos preparado, tomamos las fotos de rigor y continuamos hacia un segundo mirador. El tramo se hizo más difícil, pues caminamos entre arbustos achaparrados y algunos con muchas espinas. Llegamos a 4600 msnm y sorpresivamente vimos un árbol, de la familia de las rosas, único en su especie, ya que no hay otros en el mundo capaces de vivir en tal altitud.
Un nuevo descanso nos preparó para el descenso, que es siempre más rápido, pero que a mí me cuesta mucho. Bajo tensa y con extremo cuidado por las rodillas, el tobillo izquierdo y el vértigo. Al llegar, cansados nos subimos a la camioneta. César, el chofer, nos esperaba para conducirnos hasta Jirira. Pasaríamos una noche en el hospedaje de doña Lupe.
El hostal de doña Lupe era todo lo que necesitábamos y más: una buena cama, mantas y una ducha caliente. Osmar y yo nos alojamos en una habitación hecha con bloques de sal.
Ya repuestos y con mejor aspecto, nos fuimos al medio del salar a deleitarnos con el atardecer. Hans nos dejó para que camináramos un poco. Reinaba el silencio, no había viento y el cielo estaba cubierto de nubes. El suelo estaba marcado por los clásicos poliedros y además había copos de sal, uno tras otro. Nos llamó la atención, pues no los habíamos visto hasta el momento.
Encontramos la camioneta un tramo más adelante y, como siempre, Hans había preparado una sorpresa. Todo estaba pensado: sonaba Vangelis y en una mesa —con mantel, obviamente— había un aperitivo para disfrutar mientras el sol se recostaba entre algunas nubes sobre el horizonte. A nuestras espaldas las nubes cubrían el cielo y tocaban el salar. El famoso “efecto blanco” era abrazador.
La luz cambiaba minuto a minuto. Mirábamos el sol atentamente, a nuestra derecha teníamos el volcán Tunupa que todo lo domina, y a nuestras espaldas encontramos un paisaje inédito. La luz producía un contraste sin igual sobre los copos de sal del suelo, los iluminaba y resaltaba sobre el piso que estaba más oscuro. Hacia el horizonte se condesaban en un manto más blanco y denso. Fue mágico y emocionante. Me imaginé muchas el salar, supe que lo conocería cuando coordinamos el viaje, pero nunca, ni en sueños, pensé vivir un momento de tal profundidad.
La cena nos esperaba en el hostal: sopa con fideos y papas, y arroz con pollo. Estaba deliciosamente preparada por doña Lupe, una boliviana «de postal». Doña Lupe es una mujer emprendedora que supo vislumbrar, hace 15 años, un filón turístico y de a poco armó su hostal. Comenzó alquilando habitaciones en su casa y hoy tiene un lugar muy cómodo al que le ha ido anexando diversas alas y comodidades (como agua caliente, por ejemplo).
Dormimos muchas horas, descansamos y nos aprontamos para dejar la provincia de Oruro a la mañana siguiente.
Domingo. Día 5
Después de desayunar, cargamos la camioneta con todos los petates y de a poco fuimos dejando el salar. El paisaje se volvió cada vez más altiplánico hasta que aparecieron los valles y bofedales. Ya estábamos en Potosí.
En la entrada del Valle Escondido nos bajamos para caminar. Fuimos siempre bordeando un cruce de agua. Volaban pájaros, vimos llamas y campos de cultivo. Un cóndor nos dio la bienvenida desde lo alto; con garbo voló para nosotros. Sentí que llegamos al Edén sudamericano, se los aseguro. Encontramos agua, grandes animales, pájaros, peces, un sol radiante y la semilla madre —la quínoa—.
Armamos campamento cerca de una cascada. Primero desplegamos la carpa cocina-comedor y luego las dormitorio (una para nosotros y otra para Hans). Y nos dimos un baño en la cascada de agua fuerte y tibia. El ambiente estaba gélido porque, a pesar del sol, la temperatura es baja y siempre hay viento.
Esa noche, muy fría por cierto, cenamos pasta con salsa y de postre arándanos en conserva. Ayudamos con el aseo de los trastos y nos fuimos a dormir. Entramos en calor luego de un rato y más tarde ambos nos enfriamos mucho. Me preocupé, pensé que sería una noche congelante y sin dormir. Por suerte, volvió la temperatura a nuestros cuerpos y pudimos descansar como solo en la montaña se hace.
De mañana todo tenía escarcha, incluso la ropa que habíamos dejado al lado nuestro, los sobres de dormir, las chaquetas de pluma. Y la ropa que habíamos mojado la tarde antes (al bañarnos en la cascada) estaba dura: ¡se había congelado! Nos vestimos tan rápido como pudimos para desayunar. Y luego desarmamos el campamentos; nos dolían las manos de tanto frío. Salimos, finalmente, a caminar en procura del sol, pues en la mañana ese valle está inmerso en grandes y gélidas sombras.
En campamento, el momento del día que más me gusta es el desayuno. Hans nos espera con tostadas, agua caliente para el té y el café, queso, fiambre, miel y dulces. Todo está muy calmo, nos tomamos nuestro tiempo y salimos a disfrutar de lo pautado. El día está pronto para escribirse, como un capítulo de esta bitácora.
Lunes. Día 6
Caminamos mucho hasta dejar atrás el valle y su cañón. Vimos aves de diferentes tamaños. Después nos esperaba una planicie ventosa que poco a poco fue mostrando su tesoro: piedras enormes de mil formas. Paso a paso nos sentimos atrapados por las figuras, intentamos tomar imágenes a cada paso. Nuestra imaginación volaba y fuimos representando esas formas, casi como en un test de Rorschach.
Cinco horas después y luego de algunas paradas para hidratarnos y reponer energías, llegamos a la entrada de Ciudad de Rocas. Estaba lleno de turistas, demasiado ruido para nuestro modo de vida durante el viaje en el que el silencio es el compañero constante, un regalo que la profundidad de la naturaleza ofrece para la introspección.
César, el chofer, nos esperaba para trasladarnos hasta el lugar de nuestro campamento: el Bofedal de los Sueños. Armamos todo una vez más, era temprano y la cercanía de hilos de agua nos ofreció la oportunidad para lavar y acondicionar algunas de nuestras prendas tan llenas de polvo.
Un rato después, mientras tomábamos el clásico café de la tarde, aparecieron dos lugareñas. Las invitamos a pasar y charlamos un poco. Hans inició la conversión, yo me sumé después. Vidal, la madre, y Lupe, su hija adolescente, nos contaron cómo y de qué viven. Son locatarias, viven con su padre y abuelo, tienen llamas, cultivan zanahorias, habas, papas y frutas. La hija estudia en Uyuni, toca el charango y quiere dedicarse al turismo en la región. Vidal vestía al estilo boliviano, con varias faldas superpuestas y una manta sobre los hombros. Lupe lo hacía como cualquier adolescente en invierno, aunque portaba una carga en su espalda al estilo del altiplano. Fue una charla amena y muy didáctica para nosotros. Las convidamos con té, queso y budín. Probaron y agradecieron con humildad.
Cerca de las 18 h se fue César, el conductor de Kantuta Tours, y un rato después llegó Sebastián, uno de los dueños. A las 19:30 h cenamos carne a la cacerola con puré. Estaba riquísima, como todas las preparaciones que Hans cocina con esmero. Había viento cuando nos fuimos a dormir. Me abrigué mucho, pues todos pronosticaban una noche fría. En la carpa sentíamos el viento y el ruido de los hilos de agua del bofedal. Ese murmullo se fue apagando y a la mañana siguiente cuando nos levantamos todo estaba congelado.
El té de coca y la altura En San Pedro de Atacama tuve un leve dolor de cabeza que se incentivó al día siguiente en San Pedro de Quemez. En la tarde en la que caminamos hacia la isla Pescado (Salar de Uyuni) me sentí muy hinchada: los dedos, las piernas y el abdomen. Y me estalló un punzante dolor de cabeza. No ayudé a armar las carpas y me acosté ni bien pude. Un rato después Hans me envió un té con hojas de coca que tomé poco a poco. Mejoré lentamente y en la noche ya estaba repuesta. A partir de ese momento tomé té de cada desayuno y en la cena. La hidratación es fundamental para sobrellevar la altura; así que bebíamos litros de agua, café, té y jugos durante todo el día. El primer día boliviano probamos mascar coca, pero no nos gustó ya que la sentimos particularmente amarga.
La quínoa merece un capítulo aparte. La quínoa es un grano que no es un cereal. Es una planta robusta que se cultiva en el altiplano desde hace 5000 años. Es originaria del centro de los Andes con granos de diversos colores: amarillo, rojo, violeta, negro o blanco. Todos poseen saponin, una sustancia tóxica soluble que se encuntra en la capa que recubre al grano. Como es soluble, basta lavar la quínoa para que desaparezca. La quínoa (quinoa, quinua) es tan rica en proteínas como el maíz, contiene todos los aminoácidos que el ser humano necesita, posee además vitaminas C, E y B, calcio, fósforo, magnesio, potasio, zinc y ácidos grasos buenos.
Martes. Día 7
Desayunamos muy tranquilamente, ya había salido el solo que todo lo inundaba. Salimos a disfrutar de una caminata recreativa. Fuimos hasta el lago que estaba totalmente congelado. Era una cita muy privada: solo estábamos los pájaros y nosotros. Más tarde vimos un par de vizcayas. Continuamos caminando por un lugar que cuesta describir. Las enormes rocas de diversas formas levantan paredes inauditas. El suelo es húmedo y hay miles de manojos de una hierba seca amarillo-dorada. Se sentía el ruido de los pájaros y del agua que comenzaba a descongelarse. Una pareja de cóndores voló para nosotros sobre el cielo inmensamente azul.
Volvimos al campamento, tomamos un refrigerio y desarmamos todo. Nuestro próximo destino sería el pueblo de Quetena. Viajamos aproximadamente tres horas mientras escuchamos música de nuestros celulares. Quetena está dentro de la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. Llegamos temprano a un refugio que ya estaba casi helado. Aprontamos todo lo que necesitaríamos para el día siguiente, porque nos esperaba el volcán Uturuncu.
Cenamos temprano. Primero tomamos sopa de quínoa con caldo de llama (¡deliciosa!) y luego comimos lentejas. Era toda la energía que necesitábamos para procurar el ascenso del día siguiente que comenzaría a las 4:30 h. Yo tenía el miedo oscuro de los grandes eventos deportivos. Se sumaban, además, el frío y la altitud; desde la tarde me preguntaba una y otra vez si podría hacerlo, por qué estaba ahí. Incluso sopesé la posibilidad de no ascender.
Al terminar la cena, Hans nos dio las instrucciones para afrontar el día siguiente: a qué hora desayunaríamos, qué ropa debíamos llevar, el tipo de ración de marcha que teníamos que aprontar y algunos detalles más. Junto a nuestra mesa había un grupo de chicos franceses o suizos. Eran cuatro, muy jóvenes. Su guía les dio instrucciones algo similares a las nuestras, pero su salida sería una hora más tarde. Sin lugar a dudas, nos veríamos en la ruta hacia la cumbre del Uturuncu.
La Reserva, creada en 1973, se trazó diez kilómetros a partir de la base de la Laguna Colorada y en 1981 se expandió hasta alcanzar 714,456 hectáreas. Su altitud oscila entre los 4000 y los 6000 msnm. Fue declarada área protegida básicamente para el cuidado de flamencos, vicuñas y suris. Se ubica en la árida Punta del sur de Bolivia sobre la frontera de Argentina y Chile.
El frío Luego de una semana de transitar por tierras cada vez más gélidas, mis piernas tienen manchas rojizas, las manos están resecas, los pies tirantes, la cara bronceada y seca, y los labios partidos en mil pedazos (además, un herpes amenaza con salir). El pelo que está continuamente trenzado, como es de imaginarse, ya está muy sucio, tanto que he optado por ponerme un pañuelo para disimular un poco el mal estado. Los demás están igual que yo, así que mi aspecto agreste no sorprende a nadie. No hay espejo, así que la cuestión de verse de esa manera —y asustarse un poco— se facilita.
Miércoles. Día 8
En la noche intentamos dormir inmediatamente, pero el sueño era esquivo y además había algo de bullicio en el refugio. Logramos dormir, finalmente; fue una descanso al ritmo de la ansiedad —en la altura, además, se sueña mucho—. Esa noche me visitó una y otra vez la mayor de mis preocupaciones: mi tesis de maestría.
A las 4 AM sonó el despertador y nos vestimos rápidamente para no congelarnos. Me puse una primera capa técnica para temperaturas menores a 20º C. Medias específicas, un polar y un pantalón de abrigo para la montaña. Así fuimos a desayunar; lo hicimos a conciencia para afrontar el esfuerzo que nos esperaba. Macario, nuestro guía local, compartió la mesa.
Mi miedo se convirtió en ganas. Terminamos de vestirnos (balaclava, chaqueta de pluma, sobrepantalón, botas dobles, filtro solar, protector labial y tres pares de guantes) y salimos hacia el Uturuncu. Viajamos casi dos horas hasta que la camioneta no pudo avanzar más. Se fueron apagando las miles de firmes estrellas que nos acompañaban porque el sol tímidamente comenzó a reinar. Horas más tarde otro fenómeno natural le disputaría el reinado.
Comenzamos a caminar y caminar. Hacía frío, pero nuestras buenas prendas técnicas nos resguardaron. Un rato después vimos a nuestros vecinos de cena, se nos acercaban poco a poco. Cuando llegaron a nosotros nos preguntaron si podían continuar con nuestro grupo, estaban solos porque uno había tenido que bajar con el guía —el hijo de Macario—. Les dijimos que sí, naturalmente. Notamos que sus prendas eran totalmente inadecuadas. Tiempo después dos de ellos se bajaron de la expedición y continuó con nosotros Paul, el que parecía mejor equipado.
Seguimos la marcha, de a poco y con esfuerzo. El olor a azufre de las antiguas minas del volcán era penetrante. Comenzó a aparecer la nieve, también había hielo y rocas. Vimos un pequeño géiser, aislado y ya debilitado por la luz del día. No sé cuánto llevábamos de marcha cuando Paul dijo que no sentía sus pies. Hans lo asistió y le recomendó regresar. Él estaba seguro de que era lo adecuado, pero su voz destilaba miedo. No quería volver solo. Hans convenció a Macario de que lo guiara y nosotros seguimos.
El viento se hizo insoportable y dominó la escena. La cumbre estaba cerca pero se sentía lejos, cada paso era agotador. Con un esfuerzo difícil de conmensurar llegamos a los 6006 msnm y quedamos a escasos metros de la cumbre. Nos separaba un hielo duro que necesitaba pericia para atravesar. Además, el viento con nieve fina no nos daba tregua. Hans decretó que esa era la cumbre del día. Yo reclamaba salir de ahí, ni siquiera pudimos desplegar nuestra bandera para retratar el momento.
Comenzó el descenso y al principio fue terrible para mi vértigo. El miedo se me instaló en los hombros y corría por la espalda. Me caí un par de veces. Caminamos con sigilo, en un momento procuramos tomar agua de nuestras botellas, pero fue imposible porque se había congelado.
Seis horas nos llevó recorrer ocho kilómetros con 400 metros de ascenso. Llegamos consumidos por el cansancio, yo me sentía tan fatigada como al finalizar un maratón. El Uturuncu nos goleó, no nos perdonó ni un momento y la calma de los primeros pasos fue solo un señuelo. Cerca de la cumbre desplegó sus garras y la naturaleza se nos impuso una vez más.
Volvimos al refugio y nos acondicionamos como pudimos. Tomamos una reparadora sopa y salimos rumbo a Laguna Colorada. Al llegar, cenamos temprano (cuscús con jurel) y nos fuimos a la cama con la certeza de que dormiríamos mucho.
Macario es pequeño y con facciones “muy bolivianas”. Tiene 68 años y la primera vez que subió el Uturuncu tenía seis (lo llevaron en carrito). Desde hace 25 años es guía de montaña, ha llevado hasta la cumbre del Uturuncu miles de personas de todas partes del mundo. Su indumentaria era precaria y por ración llevaba y consumía exclusivamente hojas de coca.
Jueves. Día 9
Luego de muchas horas de sueño nos levantamos a las 7 AM para desayunar media hora más tarde. El refugio —que era simple, básico y frío— ya estaba casi desierto, los demás huéspedes se habían ido y otros emprendían la marcha en ese momento.
Cargamos todo y salimos hacia nuestro último destino. Pasamos primero por Laguna Colorada y nos detuvimos a observar su colonia de gráciles flamencos. El color de la laguna —que es sorprendentemente llana, como si fuera un estanque— se debe a un alga que habita en sus agua. Los organismos del agua son el alimento para los flamencos que, a pesar de parecer tan frágiles, sobreviven a las bajísimas temperaturas del altiplano.
Seguimos camino y la segunda parada no dejó de desconcertarnos, la naturaleza todavía tenía regalos que ofrecer. El campo geotérmico Sol de Montaña es de un km2 en los que gases y aguas, géiseres y fumarolas dan marco a la antesala del infierno. A diferencia del Tatio (San Pedro de Atacama), estos son mayormente de barro. Y los hay de diferentes colores: marrón, negro, rojo, blanco, arena. El olor a azufre es muy fuerte, casi nauseabundo por momentos. Estábamos a casi 5000 msn y hacía, verdaderamente, mucho frío.
Después continuamos rumbo a las aguas termales en la orilla de la Laguna Salada y el Desierto de Dalí nos esperaba unos kilómetros más adelante. El lugar brinda una escena surrealista con una colección de rocas volcánicas en medio del desierto conocido como Pampa Jara, muy cerca del Salar de Chalviri.
Dos lagunas más nos esperaban antes de llegar al refugio de alta montaña “Volcán Licancabur”. La primera fue la Laguna Blanca y la segunda, la Laguna Verde, nos cautivó con su color inaudito. Son aproximadamente 17 km2 y su impactante color jade se debe a la presencia de dos minerales: arsénico y cobre. En sus aguas se refleja, con imponente porte, el volcán sagrado Licancabur (5916 msnm).
Al llegar al refugio nos acomodamos en las simples habitaciones y luego almorzamos. Una larga tarde nos esperaba para descansar antes de intentar un nuevo desafío: ascender al Licancabur. Entre tés —teníamos que hidratarnos a conciencia—, la escritura y la lectura, se nos fue una tarde introspectiva.
Hans debió hacer parte del recorrido del día siguiente, ya que no había guardaparques ni guía para acompañar el ascenso. Para asegurarse fue hasta el lugar de salida de la caminata y ascendió hasta los 5000 msnm. A su regreso, preparó la cena —pasta con atún— y luego comimos y charlamos. Planteé mis miedos y mi preocupación mayor: que por mi responsabilidad no pudiéramos hacer cumbre. Me sentía insegura y temerosa. Hans me respondió que éramos una cordada y que, como tal, la fuerza del grupo es tanta como la debilidad del más vulnerable. Quedamos en intentarlo y disfrutarlo, fundamentalmente. Nos fuimos a la cama convencidos de que lo que haríamos. Hans, que siempre nos da tanta tranquilidad, recordó que nuestras condiciones eran buenas: estábamos aclimatados, nos habíamos alimentado e hidratado bien, teníamos buen nivel de entrenamiento —aunque para otros fines— y, lo más importante, estábamos muy motivados. Horas más tarde sabríamos realmente qué sucedería en el sagrado Licancabur.
Viernes. Día 10
A las 3 AM sonó nuestro despertador. A pesar de la ansiedad, habíamos logramos dormir bien. Media hora más tarde desayunamos y a las 4 salimos. Cuarenta y cinco minutos después comenzamos a caminar bajo un manto de fulgurantes estrellas. No había viento y tampoco sentíamos frío.
Cada tanto parábamos para hidratarnos, Hans nos había pedido autoiniciativa: que estuviéramos atentos al tema sin esperar sus indicaciones. Comenzó a salir el sol y apagamos las linternas. Seguimos subiendo, la cuesta (desde los 4700 msnm donde había quedado Sebastián esperándonos) era empinada y con piedras, las había chicas y también grandes. Comenzó a aparecer la nieve, ya íbamos sobre el camino que trazaron los propios incas y una sensación de gran historia envolvía el lugar.
Vimos una enorme lengua de nieve, la sorteamos con dificultad y por su borde continuamos. Llegamos a una terraza construida por los incas, la vista a la Laguna Verde era turbadora. Habíamos llegado a los 5300 msnm, estábamos cansados —es muy difícil explicar la experiencia de la altura para quienes viven al nivel del mar— y decidimos subir un poco más arriba, hasta los 5500.
Ni bien continuamos entre grandes piedras, Hans fue determinante: yo no podía continuar. Si bien todavía tenía fuerzas, mi vértigo me impedía avanzar con seguridad. Todavía nos faltaba mucho y después había que descender por la cuesta que era tremenda para mí, aspecto que ya me preocupaba desde el primer momento del ascenso. Volvimos a la terraza. Me senté y lloré, con timidez primero y desgarradoramente después. Osmar estaba a mi lado, con la tranquilidad y la contención de siempre. Me sentí responsable de ese intento fallido y lo peor es que no era por cuestiones físicas (más allá de que estaba cansada), sino por una limitación mayor que no se soluciona fácilmente. Sentí, en esa frustrante situación, el apoyo incondicional de Osmar y la paciencia de Hans.
Comenzamos a bajar y redefinimos el día: visitaríamos las ruinas incas que están sobre la ladera y que, por la profundidad de la noche, no habíamos visto al subir. Las ruinas son historia presente del paso de los incas por el lugar. El Licancabur, por su imponente tamaño y gallardía, domina la escena tanto en Bolivia como en Chile. Los incas le rindieron tributo y el volcán todavía guarda tesoros: maderas y cerámicas que ofrece desde sus entrañas.
Después de ocho horas y media de caminar, subimos a la camioneta y volvimos al refugio. Tomamos un café y comenzamos el regreso. Adrián, de Spondylus Chile, nos esperaba en la frontera. Después de la Aduana, hicimos el cambio de todo el equipaje y continuamos hacia San Pedro de Atacama.
Sábado. Día 11. Colofón
Luego de una semana y media desarmé definitivamente ni trenza y me lavé la cabeza. El último baño había sido en la cascada. Estábamos, obviamente, con todo el polvo del altiplano boliviano. El baño en el hotel de San Pedro de Atacama fue reparador, volvimos a la civilización con un aspecto más urbano y salimos a cenar de noche y compartir anécdotas e impresiones con Hans y Adrian.
Este fue un viaje de descubrimiento. Con Spondylus-Chile vivimos el altiplano boliviano, el sur de ese país nos mostró su agreste naturaleza que tiene mucho para ofrecer al mundo. Nos descubrimos a nosotros mismos una vez más, pues estos viajes son un tiempo valioso de introspección que la vida cotidiana no facilita. Muchas horas de silencio, para meditar, para dejar la mente en blanco, muchas horas para apreciar, resignificar, admirar.
Y el viaje termina al momento de publicar esta crónica que fue escrita diariamente para testimoniar la vida de un viaje inolvidable. Ojalá contagie a otros, así adquirirá un nuevo significado.
Lic. Gabriela Cabrera Castromán / gabrielacabreracastroman@gmail.com / Julio 2015
Datos útiles. Cosméticos necesarios para once días de campamento en Bolivia (con mirada de mujer, obviamente)
—Gel de ducha
—Desodorante
—Cepillo y pasta dental
—Minipeine
—Filtro solar
—Gel para limpiar el rostro (hay mucho polvo)
—Toallitas húmedas (¡muchas, no siempre es posible bañarse!)
—Toallitas húmedas en paquetes chicos
—Protector labial
—Jabón para ropa
—Crema antiherpes
—Crema para el cuerpo
—Crema para el rostro
—Protectores diarios
—Alicate
—Cuerda y palillos
—Curitas
—Analgésicos
—Alcohol en gel
—Minicosturero
—Cepillito
—Esponjitas
—Linterna
Datos útiles. Ropa: en bolsas ziplocs y ¡todo en una mochila! Si algo no entra, hay que clasificar y decidir…
—Ropa interior
—Medias
—Pantalones para trekking (2)
—Primeras capas (2 o 3)
—Zapatillas o chinelas (para el campamento y para caminar en el agua)
—Botas para trekking
—Zapatillas livianas o championes
—Polares (2)
—Pijama
—Remera de manga larga
—Chaqueta cortaviento
—Bufs (2 o 3)
—Cuello polar
—Calzas tipo primera capa (2)
—Guantes
—Mitones de montaña (2 pares)
—Pantalón polar de montaña
—Sobrepantalón de montaña
—Chaqueta de plumas (¡imprescindible!)
—Medias de montaña
—Botas de montaña
—Balaclava
—Traje de baño
Importante: armar un bolsito de ataque con ropa limpia para el regreso. El estado deplorable con el que se termina requiere un mínimo pero eficaz “fashion emergency” para no parecer un salvaje que se escapó de un “reality show”.
Referencias
JAMMES, Lois, SPECHT, Martin and TINTAYA, Oscar. The Salar of Tunupa. 2000 : Santa Cruz de la Sierra, Armonía.
SERNAP, Ministerio de Medio Ambiente y Agua. Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. SERNAP, Bolivia.
¡Qué decir , después de haber leído esto tan fantástico! Viajé con ustedes y sentí el miedo y el frío tal como lo describiste. Me siento orgullosa de tener una hija que sabe decir lo que siente y contarla y de Osmar que tanto te cuida. Los quiero . MAM.
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