La elegancia conocida de París y la intensidad por descubrir de Córcega

Escribo cada reseña de viaje para finalizar el periplo. La experiencia —que siempre implica diversos aprendizajes— comienza cuando elegimos el lugar y comenzamos a pensar en el destino. A veces, podemos planificar el viaje concienzudamente con la suficiente anterioridad y en otras oportunidades lo hacemos cada mañana. Y cada experiencia de viaje termina con estos textos y los álbumes de fotos que pretenden dar un cierre.

También escribo para ofrecer posibles recorridos a quienes quieran visitar ese lugarLo hago, además, para “despuntar el vicio de escribir” y para volver a vivir los viajes al releer las líneas esbozadas.

Utilizo la técnica del minireporte que envío a través de un servicio de mensajería instantánea a mis afectos, para que sepan cómo estamos y en qué andamos. A través de esas líneas (que según el día, el cansancio y la inspiración contienen diferentes niveles de detalle) doy cuenta de los “nudos” y al llegar “hilvano” los minirelatos para dar cuerpo a una vivencia mayor.

En ciertas ocasiones, en campamentos o en recorridas por lugares más inhóspitos no puedo usar esta técnica, pues no cuento con conexión a internet. En esos casos uso la clásica libreta con elástico y recojo las impresiones a mano, incluso a veces con letra temblorosa pues me ha tocado escribir en tránsito.

En particular este viaje, planificado desde diciembre del año pasado, tuvo dos partes muy diferentes unidas por una misma cultura o dominación. En primer lugar, visitamos y descubrimos París. Una semana después, nos trasladamos a Córcega para descansar antes de participar del desafío deportivo del año: la Restonica Trail.

 

París es París y dicen que “bien vale una misa” (¿será por su gran cantidad de iglesias o que para volver hay que asistir a un oficio religioso?)

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El domingo 26 de junio llegamos a París con el cansancio de haber cruzado el Atlántico. Con profundas ganas de conocer la ciudad y mucha expectativa, decidimos comenzar por la Tour Eiffel que elegantemente domina todo el entorno (después comprendimos que domina casi toda la ciudad). Subimos, por las escaleras y como enajenados (como si fuera un entrenamiento deportivo) llegamos sin aliento hasta el segundo piso, pues el último estaba cerrado. La vista es fantástica y la construcción impacta; escalón tras escalón pensábamos en la Exposición Universal de 1889, ¿acaso Eiffel imaginó en el ícono en que se transformaría? ¿Alguien pudo hacerlo?

Caminamos por la orilla del Sena que ya estaba recuperado de una inundación como hacía mucho no sufría, no vimos vestigios del agua que llegó a los muros de sus puentes. París nos esperó con una temperatura ideal para “turistear” y con un particular y eufórico clima de Eurocopa que suele verse como “revoltoso” y hasta con cierto peligro a través de las noticias, pero que es mucho más seguro (¡mucho más!) que un partido clásico en Montevideo. Recorrimos calles con mucho verde, vimos balcones con flores, cafés en los que las personas se sientan una al lado de la otra contemplando el afuera (en lugar de mirarse entre sí), permanente ruido a la sirena policial e Historia por todas partes. Además, aires de mucho mundo, de cultura y de bellas artes.

Para cada día trazamos un circuito geográfico diferente. La ventaja de estos diseños es la cercanía entre lugares y la mayor desventaja de “turistear” de esta manera es la diversidad conceptual de cada día, pues entre una iglesia y una plaza puede haber un café, un jardín, un museo o simplemente caminar y permitir que la vista vague por edificios, comercios, personas.

Con un mapa clásico, el mapa digital del teléfono y las recomendaciones de una amiga, fuimos definiendo cada día y dejando, además, que la ciudad nos sorprendiera ya que, como no es novedad, París tiene mucho para ofrecer.

Día 1. Conocimos el Sacré-Cour y subimos agitadamente sus 300 escalones para llegar a la cúpula y ver París desde un lugar excepcional. La iglesia alcanza las profundidades del alma por su construcción y la belleza de sus vitrales. El barrio, como ya se sabe, es bohemio, distendido, bello. Después fuimos al cementerio de Monmartre, al Moulin Rouge, las Galerías Lafayette (suculentas y tentadoras) y la Ópera Garnie que es majestuosa. Fue un día de mucha calle, mucha caminata, diversos y encantadores cafés con algo de lluvia para una experiencia parisina inolvidable. Y jazz a la noche en un típico bar: Sunset.

Mientras caminaba pensaba qué hace bella a una gran ciudad. Varias cuestiones: sus monumentos, los árboles, flores y plazas, la limpieza, las simetrías y las disrupciones, el mobliliario urbano y las luminarias, y principalmente la gente. París tiene todos esos ingredientes forjados desde un paradigma en el que la belleza es el fundamento. Hay grandes monumentos, cada uno con su historia que refuerzan la Historia; tiene amplios y pequeños espacios verdes, muchos árboles y no solo en las avenidas; tiene arcos, faroles, árboles y ventanas en ritmos de igual cadencia. Las disrupciones de las calles que se cortan generan ángulos que terminan en cafés. París tiene todo, es una ciudad con vida en movimiento, una ciudad que sueña con ser referente y lo es.

Día 2. El martes fue día de iglesias, té y museos. Comenzamos por la zona de la Bastilla (la plaza y el moderno edificio de la Ópera que contrasta con el entorno). El circuito religioso del día incluyó Saint Denis, Saint Gervais y la gran Notre Dame. Estas iglesias presentan características comunes: solemnidad, rasgos góticos e impactantes vitrales, además de escasos metales preciosos (un alivio, pues la sobrecarga de oro suele ser difícil de “digerir”). En todas vimos grandes órganos de tubo, obviamente, y en Notre Dame pudimos ser parte, a la noche, de un concierto de música sacra.

Conocimos dos museos: el Picasso y el Carnavalet que nuclea la historia de París. El primero me permitió conocer las diferentes facetas del artista plástico español, en especial sus esculturas. Durante el circuito del día, además fuimos a tres de las más exclusivas casas de tés. Los datos los había recogido de listas de expertos en la temática. Comenzamos por Damman: puro glamour. Luego el Palais du Thé: moderno y sencillo, y finalmente Mariages Freres: más glamour y mucha historia, pues el local funciona desde 1854.

Para continuar con nuestra lista de lindas librerías, fuimos a Shakespeare & Co. que es un preciosidad. El entorno, algo bohemio, le da un marco de cuento bien parisino. Encontramos notas de jazz en la vereda, mucha gente en la propia librería y el café de la esquina repleto de muestras del mundo más diverso.

En París, entre tiendas y comercios se destacan las panaderías y las delicatessen. Los franceses han logrado la exaltación del pan desde su simpleza. El sabor y la textura son incomparables y lo acompañan con los más diversos rellenos, desde los sencillos (dulces o quesos) hasta los más sofisticados. La pastelería es fina, como de orfebrería. Cada boulangerie es mejor que la anterior. Todas son tentadoras y las vidrieras son sus mejores instrumentos publicitarios. El culto al pan es tan importante que en los museos encontramos encantadores bolsos de tela especialmente diseñados para portar el pan fresco del día, porque los franceses salen a comprarlo cada jornada.

Pero no solo los comercios de comida invitan a entrar: la ropa, los cosméticos obviamente, los accesorios, los artículos para el hogar, las papelerías. En París se pueden gastar fortunas en una sola cuadra y no solamente en las tiendas más caras (las que abundan, por otra parte).

Es difícil describir una ciudad tan rica en la que hay cabida para todos los gustos. Además, ha sido pintada, filmada y narrada por los grandes. ¿Qué decir que ya no se haya mencionado? En “la Ciudad Luz” hay historias dentro de la Historia, bellezas en las Bellas Artes, hay vida, seducción y hasta lujuria, pues la pasión se palpa en la calle.

Día 3. Versailles es la materialización de la simetría, además de los excesos. Al llegar, una gran estatua de Luis XIV ofrece la bienvenida y el palacio, jardines, bosques y los aposentos de María Antonieta no defraudan, son coherentes con esa grandilocuente bienvenida. La belleza de Versailles radica en el concepto del reflejo que tiene su clímax en la gran sala de los espejos. La opulencia está a la orden en todo momento y da cuenta de las razones de la sublevación. La visita es fantástica por el valor histórico y la magnitud de los jardines.
En la tarde, para continuar con la representación de la grandeza, fuimos al Arco de Triunfo que desde su fantástica construcción evidencia el concepto de la República y sus mártires. El arco es grandioso y, al igual que otros monumentos, también domina la escena.

Día 4: jueves de cultura y más asombros. Comenzamos por el obelisco: en la plaza más importante de París se encuentra un recuerdo/regalo del templo de Luxor, un hijo de la cantera de Assuan donde “nacen” los obeliscos que adornan el mundo. A través del Jardín de las Tullerías llegamos al Louvre. Fuimos en busca de lo más significativo, lo encontramos y apreciamos: la Venus de Milo, la Victoria de la Samotracia (que invita a volar), la Gioconda que cautiva, y varias esculturas de Miguel Ángel. Encontramos mucha gente que peleaba por una foto en lugar de mirar, pero aún así lo logramos, pues nosotros también peleamos. El edificio es espléndido, vale una visita propia para admirar una obra tan clásica con esas pirámides de cristal incrustadas como joyas.

Después caminamos a la isla de la cité en busca de dos obras de un gran conjunto: la Conciergerie y la Saint Chapelle. Para esta última se necesitan pulir los adjetivos puesto que sus vitrales quitan el aire. Dos descubrimientos de paso: la iglesia Sain-Germain y el mercado de las flores. Y para finalizar un día memorable, volvimos a Saint Chapelle a escuchar las Cuatro Estaciones de Vivaldi: una experiencia “sans paroles”.

En París, además de caminar, nos movimos en el metro que es rápido y eficaz. Compramos un pase de cinco días ni bien arribamos al aeropuerto. Al llegar nos costó comprender la lógica, quizás por el cansancio del viaje. En un momento miré a ambos lados y comenté con desazón “¡No puedo ser, todas las salidas van a Sortie!”. ¡Es que “sortie” es salida en francés! Nos acostumbramos cuando comprendimos que en las estaciones en las que confluyen más de una línea hay varios pisos, y a partir de ese momentos ya nos pudimos trasladar con rapidez y seguridad.

Los locatarios usan diversos medios de transporte. En la calle se ven bicis, muchas y e imponentes motos y casi no hay ómnibus, salvo los turísticos que se pavonean por los lugares más concurridos. Grandes y chicos usan monopatines y mucha gente corre y no solo a orillas del Sena o por los jardines.

En París encontramos una ciudad limpia, pero no atildada. Se nota el movimiento de miles y el aire bohemio, pues hay grafitis, por ejemplo.

Día 5. El viernes fue de intensas impresiones visuales. Comenzamos desde el arco de La Défense, la zona más moderna de París. El Gran Arco, de líneas muy rectas, mira al Arco de Triunfo y continúa la experiencia parisina en otra perspectiva, la de los negocios. Desde allí nos fuimos a la iglesia de la Madelaine. En la plaza de la Concordia está este edificio neoclásico: afuera es un templo griego y adentro un recinto católico que ofrece una fantástica escultura de María Magadalena.

Frente está Fouchon, una tienda gourmet que es casi un joyería, por la que pasamos y no perdimos oportunidad de comprar té y café. Llegamos un rato más tarde a la plaza de la Vendome entre comercios muy glamorosos. L’Orangerie y d’Orsay fueron los museos del día que lograron en nosotros vivencias de los más reconocidos impresionistas franceses: obras para el recuerdo, obras de dos museos que integran nuestra lista de imperdibles.
Sin buscarlo, nos sorprendió la iglesia Saint-Roche y para terminar el recorrido del día, hicimos un almuerzo tardío en el área gourmet de las Galerías Lafayette pues habíamos encontrado uno de nuestros lugares favoritos: Pret A Manger. De noche, fuimos a la Ópera Bastilla (un imponente edificio de líneas modernas) a ver Aída. La larguísima ovación final fue electrizante y dio cuenta de un espectáculo de primer nivel internacional.

En París, un descuido equivale a perderse algo y la recompensa es girar la mirada para otro lado y dejarse sorprender. Una plaza, un monumento, un edificio que empequeñece y engrandece al que lo mira… porque la experiencia ante la belleza es de puro contraste. La ciudad —que pareciera que es levemente descuidada en su apariencia, como muy natural— invita al mejor de los trabajos: ser turista de jornada completa. Esta esa una tarea física y emocionalmente agotadora porque la cultura en general se instala, ocupa lugar en el alma y se encarga de elaborar nuevos significados interiores. París invita a pasear, pensar y resignificar.

Días 5 y 6. Los últimos dos días de París fueron también intensos y de muchos kilómetros. Continuaron las sorpresas, pues la “ciudad luz” no se cansa de ofrecer postales de diversas épocas, algunas muy ancestrales. Destaco el Cementerio de Montparnasse (en el que buscamos a Cortázar y, como en sus cuentos, nos fue esquivo y nos fuimos sin rendirle tributo), los Jardines de Luxemburgo (la plaza más linda de París, tan cosmopolita y tan simétrica), el Panteón que deja sin aliento y la Sorbonne que es tan femenina, la tumba de Napoleón por lo pomposa en un edificio clásico, enorme y bello. También el petit Palace y los jardines del Palacio Real.

Cada día, encontramos turistas por todas partes e inmigrantes trabajando en tiendas, cafés, museos. En París dan ganas de caminar, mirar, “vitrinear”. Las tiendas y cafés están esperando a los turistas para ofrecerles recuerdos que luego son hilos que retrotraen a la experiencia vivida. Los cafés, tés, almuerzos y cenas son pausas de intenso sabor que despiertan el placer del gusto. En la “ciudad luz” se come rico y las tentaciones se muestran y se exponen sin esconderse en mesas y vidrieras. La gula, como otros tantos placeres/pecados está al acecho. Los fantasmas más oscuros del ser humano rondan cada esquina y se codean con lo más hermoso: la pintura, la arquitectura y el arte en general. Es un vínculo de lujuria en el marco de un país que encarna grandes momentos de la historia universal y en particular la Ilustración se siente en el aire.

París no siempre suena orquestadamente, su tránsito es desordenado con muchas bocinas, aunque no tantas como en Montevideo o Buenos Aires. Se escucha la sirena policial permanentemente, ese sonido tan característico del cine europeo. Hay ruido a turistas y en especial al permanente clic de las cámaras. El ruido de París no es ensordecedor porque los espacios son amplios, también los internos (salvo el metro), aunque en ciertos lugares, como en el Louvre, se añora un ambiente más propicio y menos bullicioso.

Hay otros aspectos que desentonan en el gran concierto parisino: la enorme cantidad de turistas, especialmente en los lugares emblemáticos, como en el Louvre. Algunos característicamente llegan en hordas, lo invaden todo y pelean por una foto. Portan insoportables palos de selfies y por una foto se olvidan de todo marco de educabilidad, no se preocupan por admirar, solo por figurar en su propia postal.

También es molesto el cigarrillo que deja rastros de olor y colillas. Es inaudita la cantidad de gente que fuma y el hábito no discrimina género ni edad. Está muy de moda el cigarro electrónico que, por otra parte, parece ser igual de nocivo. En síntesis, mucha veces terminamos almorzando o cenando adentro, en lugar de disfrutar de lindos espacios al aire libre, para no contaminarnos con el humo denso que parece que siempre busca a quienes lo detestan.

En síntesis, resumir París me resulta imposible. Viajé predispuesta a maravillarme y la ciudad no me defraudó. En varias ocasiones me han preguntado si la considero la más linda del mundo y no puedo responder, aunque sí considero que tiene todo lo necesario para serlo: es bella, intensa, con amplios jardines y plazas, es baja (para admirar el cielo y reconocer sus íconos) y con las referencias históricas de una cultura que nos permite reconocer un pasado glorioso.

 

Córcega es sinónimo de intensidad natural

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Mientras tomábamos algo en uno de los lugares más lindos de Corte (una primorosa cafetería y “patissiere”), leía a Martín Caparrós (Lacrónica, editorial Planeta). La belleza del lugar, los tés y accesorios, las delicias de sus vitrinas contrastaban con la angustia que me produjo el texto introductorio del libro. Una vez más, fui consciente de que no dominaría la técnica y que las imágenes interiores, esas ideas que pugnan por salir, no lograrían materializarse en palabras. En síntesis, las experiencias del viaje quedarán en un intento hogareño de crónica pobre como dice Leila Guerriero…

Córcega es en naturaleza tan bella como París como ciudad. El esplendor natural lo cubre todo, hay trescientos sesenta grados para ver montañas, bosques, playa, cielo y comenzar de vuelta: montañas, bosques, playa y cielo. Está lleno de poblados, algunos linderos, otros a escasos kilómetros. Son todos bellos, con flores, con pequeñas ventanas en construcciones angostas y altas. Cada uno tiene, al menos, una iglesia particularmente adornada y recargada, sin las notas góticas de las de París y con profundo olor a moho.
Entre tantos recursos naturales, se respira cierto aire de emancipación. Los carteles de la vía pública están escritos en francés y en corso y en varios lugares encontramos grafiteados los primeros. Es que Córcega ha sido históricamente una isla ocupada y dominada.

A Córcega se la conoce como la “isla de la belleza”, pero el nombre no le hace honor porque es mucho más que bella. Para describirla, necesitaría cientos de adjetivos y ya se sabe que no es de estilo usar más de tres. Elijo dos: sorprendente y avasalladora. Porque la naturaleza es profunda y agreste, como si se metiera desde los ojos a la panza; impacta y da vértigo, aprieta donde anida el sentimiento del abismo. Hay que imaginarse una isla en el medio del Mediterráneo (que es muy azul y tranquilo) con varias cadenas montañosas altas (altas de verdad) que se entrecruzan. Y muchos pueblos, todos lindos, dispersos entre los bosques y las alturas.

Bastia y Nonza, Solenzara, Zonza y Porto Vecchio, la Cascada de Radule, Porto y Piana y la capital Ajaccio son algunas de tantas atracciones para conocer la isla y apreciar sus contrastes. En Córcega, los recorridos, que no son largos pero son lentos por lo sorpenteante de los caminos, los hicimos en auto. Para manejar, es necesario contar con seguridad y arrojo, además de pericia puesto que muchas veces el precicipio está al costado del camino y en otras ocasiones, además de vehículos, pueden encontrarse chanchos jabalíes, cabras o vacas.

Corte fue nuestra ciudad “base”. Su privilegiado lugar, en el corazón de la isla, nos permitió movernos con facilidad al contar con gps, obviamente. Dos días antes del desafío deportivo que nos llevó a Córcega procuramos bajar el ritmo y aprovechamos para conocer Corte: la ciudadadela, el museo, la iglesia, el belvedere (mirador), además de recorrer sus calles. Las del barrio histórico tienen adoquines y muchas escaleras porque en Corte se ejercitan las piernas constantemente. La ciudadela fue construida en 1420 y se encuentra en excelente estado. Impacta saber que cuando Colón llegó a América, por esos lugares ya tenían edificaciones de ese porte y desarrollo (con un espacio destinado a las letrinas, por ejemplo). El museo es antropológico y muestra diversos aspectos de la región y la ciudad, y la iglesia es pequeña y barroca. Hay turistas por todas partes, se escucha mayormente el francés, pero el inglés es la lengua de comunicación de quienes no dominamos el galo.
En julio hizo calor, aunque no fue sofocante; dicen que agosto es terrible y el invierno es muy duro. El clima de la isla es propicio para que las flores muestren intensos colores. El cielo es muy azul y de noche impresionantemente oscuro. De día hay golondrinas que van y vienen todo el tiempo, vuelan como “enajenadas”.

El sábado, casi al final del viaje, fue mi gran día de trekking en el circuito corto de la Restonica Trail, la actividad deportiva más famosa de la isla. De mañana bien temprano, salimos más de 300 participantes, muchos de ellos buscando su mejor tiempo; yo me lo tomé de otra manera, pues sabía de las dificultades del terreno. Pensé que los 33 k me demandarían entre 6 y 7 horas, pero finalmente fueron 10:30 de caminata continua entre salvajes montañas y árboles que parecía que tocaban el cielo y más aún. Fui siempre al final y en el kilómetro 18 me alcanzó el “corredor escoba” que recoge las señalizaciones. Se quedó siempre atrás y yo seguí con determinación. El recorrido fue inconmensurablemente más difícil de lo que imaginé y durante la mayor parte me fue imposible correr por falta de técnica, por miedo y porque había partes que eran para caminar. La llegada, sobre la calle principal del pueblo y entre los restaurantes y cafés llenos de gente aplaudiendo, fue emocionante: con los bastones y la mochila con la bandera de Uruguay en alto.

El ambiente de carrera fue estupendo, jovial y contagiante. Días antes la ciudad se aprontaba para el gran momento. La carrera se palpitaba en el aire y se escuchaba en las conversaciones. Había numerosos corredores, menú Restónica en los restaurantes y bares y emoción en los rostros de los organizadores, en los deportistas y sus familiares. Era difícil vivir al margen, la carrera se palpitaba casi con la misma devoción que la Ultra Trail du Mont Blanc de Chammonix.

En suma y para finalizar el viaje a la isla en la que nació Napoleón, puedo agregar que Córcega suena pausadamente, como una sinfonía de campo. Si bien hay muchos autos en las ciudades puesto que es el medio de transporte por excelencia, no hay bocinas porque hay tolerancia y tiempo (y si no lo hay, igualmente se respeta la forma lentamente particular de moverse en la isla). En las ciudades, se escuchan conversaciones por aquí y por allá. En la costa, se escucha el mar casi sin olas y las alas de las golondrinas que vuelan todo el tiempo. En las montañas reina el silencio adornado levemente por algunos pájaros, una cascada, unos pasos.

En Córcega hay olores ricos por todas partes: a mar, pinos, diversas hierbas y matas y en las ciudades predomina el rastro de la comida (queso, pan, oliva, tomate). La isla huele bien; la isla abraza con intensa naturaleza, pero lo hace con la calidad humana de los corsos, y lo hace tan bien que invita a volver.

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