Rosa Montero es una reconocida periodista y escritora española. Si bien no domino su obra con exhaustividad, sigo a Montero con cierta regularidad pues me interesa como periodista, fundamentalmente. Me gusta la investigación, recurrente, que ha realizado en torno a la mujer. En particular, devoré Historias de mujeres (Alfaguara, 1995) que recoge la vida de atrevidas féminas reseñadas semanalmente en El País de Madrid.
En La carne (2016, Alfaguara, su última novela), la periodista española plantea cuestiones filosóficas y también terrenales de la vida de una mujer que acaba de cumplir sesenta años. Montero, una vez más, ofrece la cruda descripción de las implicancias de vivir. En ciertas ocasiones se ha ocupado de la locura, de las relaciones amorosas insanas, del dolor del amor no correspondido, y en esta oportunidad se enfrenta a la vejez, además de otras cuestiones.
Con una prosa sencilla y la cadencia de quien maneja la escritura con soltura, la escritora exhibe, como en un juego, temas de alcance filosófico y algunos de los prejuicios de la sociedad occidental contemporánea. El juego comienza con el nombre de la protagonista: Soledad Alegre, y en el oxímoron emerge la primera muñeca rusa: ¿el retiro del desamparo (la soledad) puede vivirse como un sentimiento grato que suele manifestarse con signos exteriores de júbilo? En la historia de Soledad hay momentos en los que sí porque, como demuestra la autora, la soledad también puede vivirse por elección y con regocijo.
Además, a partir del nombre de la protagonista, la escritora plantea otro asunto: el legado de la designación. Soledad es una persona solitaria y Dolores, su hermana, es una mujer signada por la enfermedad. Montero toma partido en relación con la construcción de realidad a través de la palabra con varias cartas: Soledad, Dolores y Adam (el primer hombre), el protagonista masculino de la historia.
Y como si esos trucos no bastaran, Montero se mete con la prostitución masculina para indagar sobre prejuicio muy arraigado. Porque la novela comienza con un hecho casi pueril cuando Soledad contrata a un gigoló (Adam) para montar una ingenua escena de celos. La historia se desarrolla más allá del suceso que no termina en una noche. Detrás de los encuentros con el prostituto, casi un pretexto, el tema central es el deterioro físico que se “entreteje con las historias de los `escritores malditos´ de la exposición que [la protagonista] está organizando para la Biblioteca Nacional”.
La carne es un libro que entretiene y forma porque, una vez más, Rosa Montero demuestra un estricto ejercicio periodístico. Los `escritores malditos´sobre los que trabaja Soledad —que es gestora cultural—, al igual que ella, se encontraron con que “al final todo acaba por desembocar en el amor [y] en el daño”. Y entre esos escritores que emergen mientras transcurre la historia, surge la propia Rosa Montero como periodista: un guiño que sienta bien porque la autora se lo merece y porque, además, se ríe de sí misma.