Objetos de infancia

Ahí, como siempre

“El banquito está desde que tengo memoria, y tengo recuerdos desde que era muy, muy chico. Siempre estuvo en mi dormitorio. Nos mudamos varias veces y sobrevivió. Está en la casa de mi madre, en el que era mi cuarto. Era un actor de reparto. Estaba en un rincón, por ahí. Lo usaba para jugar con algo, con otra cosa”.

El taburete de Mauricio —de madera maciza, de color marrón agrisado— y de base redonda, tiene la medida justa para un niño pequeño. Es cándido y robusto, y reclama atención: una mano de barniz, un poco de cola para una de las patas. Es una de las representaciones de la infancia; porque si tuviste un banquito, seguro lo recuerdas.

Entre las zonas más pulidas de unas patas trabajadas, anidan recuerdos de niñez, postales de juegos, risas y cantos. Entre las ásperas, también hay imágenes: las que forjan y templan para encarar lo que está por venir.

“Fue mi primer arma y el protagonista principal en una pelea con mi hermana. Ella, ocho años mayor que yo, me insistía para que bailara el vals en su fiesta de 15. Yo me negaba. Estaba muy cargosa y, hastiado, le pegué con el banquito. Lo usó de chantaje. Bailamos el vals, por supuesto.

Podría haber elegido otros objetos, pero el banquito estaba ahí, como siempre. Lo restauraré y será parte de mi nueva casa, acabo de mudarme. No sé qué lugar ocupará; estará ahí”.

La hizo papá, para mí

“Eran recuerdos olvidados, pero fue inmediato: vi la foto y regresé a la infancia… mi padre armando la estructura y el tapizado, todos sentados al lado de la salamandra y el olor a maní que tostábamos en invierno. Antes de cenar teníamos ese ritual. Siento el ruido de la cáscara al romperse, yo intentaba hacerlo con los dientes porque no podía con las manos, no me daba la fuerza. Los adultos que me decían que no lo hiciera, que me iba a romper los dientes y que las cáscaras estaban sucias. Siento la rugosidad de la piel del maní que se pegaba en mi garganta.

Es muy importante porque la hizo con sus propias manos, él es muy hábil para esas cosas. Esa sillita, muy sencilla y estable, era mía. Después lo usó Gaby, mi hermana. Ella es cuatro años menor y nos peleábamos por usarla. Yo no quería prestársela porque era mía. También la usó Andrés, que es menor; tiempo más tarde mi sobrina Camila, hija de Gabriela y mucho después Agustín, hijo de Andrés. Cuando le mostré la foto a Camila, se acordaba de la sillita y especialmente me contó que le gustaba sentarse y enterrarla en el pasto. En ese momento, ya no tenía los regatones. Yo no hacía eso, yo la cuidaba.

La cuidaba mucho porque la hizo papá, para mí. El pantasote era de los asientos de los ómnibus de la empresa en la que trabajaba. Es bien de los 70. Un tapizado grueso. Para mí era una reliquia. Aprendí a cuidar mis pertenencias con esa silla. Cuando no se usaba, estaba en nuestro dormitorio y arriba sentaba a mi muñeca de pelo rubio y dos colitas”.

Por momentos, se le quiebra la voz. Se recompone rápidamente y busca expresiones para recrear la historia de una silla que es muy simple, pero que refleja ricos recuerdos de infancia. La silla de Andrea tiene estructura de metal, respaldo y asientos color bordó, y es lo suficientemente acolchonada como para brindar comodidad a un cuerpo pequeño. Se nota un trabajo amoroso, muy prolijo y dedicado. Se nota esmero y el tiempo del  trabajo manual.

Las sillas de los niños invitan al protagonismo, a participar de una ronda, a ser parte de escenas de noche, secuencias que se repiten y que conforman infancia y familia. Los niños se hacen grandes y las sillitas van quedando, siguen siendo parte del mobiliario, incluso con más arraigo que otros elementos del hogar.

“Yo tenía 7 años. Aprendí responsabilidades con la silla. Los adultos me decían: ‘Tené cuidado con la salamandra, no te acerques porque el pantasote se puede quemar’. «No la arrastres’, me retaba mi madre.  En esa casa los pisos eran de madera, ella los lustraba a mano y yo los rayaba con la silla. Es que la sentía pesada porque, a pesar de las patas finas, el asiento y el respaldo tienen base de madera. La sentía firme, además. Nunca me caí de esa silla, pero hacía caer a Gabriela. La bamboleaba para que se cayera y me dejara ese lugar, que era mío”.

La silla, con las historias de Andrea, Gabriela, Andrés, Camila y Agustín, sigue enhiesta y con un par de retoques quedará pronta para un nuevo capítulo. “Con esa foto volvieron tantos recuerdos… le pedí a papá que la restaure. No necesita mucho, solo detalles. Irá al dormitorio de Sofía, mi hija. Mi infancia acompañará la de ella”.

Siempre a mano, siempre en uso

“Tenía 5 o 6 años cuando nos las regalaron. Había dos y las usábamos en todo momento. Una era para mí y otra para Rossana, mi hermana. Creo que fueron regalo de Navidad o de Reyes».

Jacky explica que las sillas de su infancia son de cármica, con la misma forma y material que el juego de la cocina de su casa. En aquel momento se usaba ese tipo de mobiliario y las sillas son una réplica, pero en tamaño reducido.

Se multiplican las referencia de juegos en los que las niñas adoptaban roles de adulto y se suman a vivencias infantiles y otras postales de época. “De tarde, mi madre nos bañaba y nos vestía muy prolijos. Nos sentábamos todos arregladitos en la terraza, nosotras dos en las sillitas y Enzo en su banco. Con esas sillitas hacíamos de todo. Me veo parada arriba ayudando a mi madre a lavar los platos. Las usábamos cuando jugábamos a las maestras y a tomar el té. En una terraza armábamos una carpa de indios con frazadas y adentro de esa carpa las sillitas eran parte del mobiliario”.

Las referencias a la silla de infancia continúan y las vivencias se proyectan porque hay objetos que permanecen y acompañan. En su mayoría, se trata de objetos que se resignifican en nuevas etapas de vida.

«Desde que entró en mi vida, ha estado siempre. No recuerdo exactamente en qué parte de la casa, pero estaba ahí, siempre a mano, siempre en uso. De niña le daba tantos usos… eso la hacía especial. Y ahora también. Está en la cocina, en el living, en la terraza. Me sirve como una mesita auxiliar. De vez en cuando cuelgo alguna ropa o pongo zapatos en el asiento. Si la llevo al lado de la cama, me permite no tirar cosas al piso, aunque no es el uso habitual. Me subo a ella para llegar a algún estante y me acompañó mientras hice mi tesis. La usaba para sentarme y trabajar en la computadora en una mesa ratona.

La silla fue y es muy importante. Es un objeto particular en mi vida. Tiene mucho valor afectivo porque me ha acompañado. Además, a los niños les gusta y la usan para lo mismo que yo lo hacía. Sigue concitando el mismo interés. Es la silla que han usado mis sobrinos y también los hijos de amigos cuando me visitan. Es fuerte y como no tiene posabrazos, pueden sentarse adultos.

Es divina. Es simpática. Es tan versátil que se ha adaptado a mi vida. Es resistente y ha tenido pocos arreglos, un mínimo de mantenimiento. El banquito pereció, pero las sillitas perduraron y continuaron su vida junto a la generación siguiente”.

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