Con letras grandes, en mayúsculas y en negro; con fondo de colores y una onda retro, el cartel callejero dice «Sea feliz (no joda al prójimo)». Otro, con la misma estética, anima al lector: «Improvise. Todos los caminos son correctos». Las letras braman, se precipitan de la pared y se lanzan a quien las lee. Ese mismo espíritu se mantiene en otros muros de Buenos Aires, también en ciudades de provincias y en el exterior. Detrás está el Tano Verón, un diseñador gráfico que en 2015 empapeló la capital argentina con estos carteles y comenzó a dejar su impronta en el arte callejero.
Es graduado de la carrera de Diseño Gráfico de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde actualmente es docente. Es un apasionado de la tipografía, del mundo vintage y de las conversaciones lentas. Estuvo en Montevideo, en una visita fugaz el pasado agosto; dirigió dos talleres en la escuela de creativos Brother —uno sobre collage y otro sobre arte callejero— para numerosos participantes que lo esperaban con denodado interés.
El Tano Verón habla rápido y es elocuente. Es muy amable y está atento a todo: se preocupa por los alumnos, posa para la cámara, responde las preguntas. Ofrece y prepara café. Es solícito. Se mueve con agilidad, a pesar de que es muy grande; tiene pelo bien corto, ojos muy expresivos y varios tatuajes, y usa una túnica de colores con aire infantil, como de pediatra, que en la espalda dice: «Amá lo que hacés».
En su mochila siempre tiene aerosoles porque está atento a los muros; pinta de día, pide permiso para usar las paredes y conversa con los vecinos. Involucra a todo el que se detenga a mirarlo. Usa el arte callejero para expresarse como ciudadano, además de ofrecer mensajes positivos. «Me involucro en las causas en las que siento que vale la pena. Si puedo ayudar a visibilizar desde el arte, lo hago», explica con convicción. Agrega que sus pinturas son democráticas, que están a la vista para que «reflexione el que quiera y el que no quiera, que ni las mire». Busca fusionar la calle, el arte, el diseño, los vínculos. Tiene un romance declarado con lo antiguo y por eso decidió reutilizar las imprentas viejas. El Tano Verón hace carteles con letras de madera y de metal, con una técnica que no requiere electricidad porque decidió salir de la computadora y con una brocha, un pincel y un látex reivindica el arte manual.
Su clave es estar activo: se mueve en la calle, da clases en la Facultad y en talleres, sus diseños se vehiculizan en cuadernos y pósters (de la marca Monoblock) y ahora lo tentó una gran editorial para publicar un libro de historias y carteles. Él es multimensaje, por eso sus túnicas siempre expresan algo, por eso su cuenta de Instagram es puro signo.
Su estadía en Montevideo —ciudad que no conocía— fue corta. Con poco tiempo y mucho ojo, identificó cuán latentes están las calles de la ciudad. «Creo que el fuerte es la letra urbana. Vi varios murales, pero la letra uruguaya se impone y eso está buenísimo. Hay un rasgo característico de acá que está bueno ver». Declaró que quiere volver en breve y coordinar con algún artista local para hacer un mural juntos. Pronto Montevideo tendrá un mensaje «tanesco» que seguramente se transformará en un lugar de encuentro, como la esquina porteña de Gurruchaga y El Salvador, un clásico de la ruta simbólica del Tano Verón.
Brother. Escuela de Ideas. Brother nació en Buenos Aires. Mauro Suárez fue su fundador, en 2002. De inmediato, surgió la sede uruguaya (en Montevideo) y luego la red se extendió a Chile, Perú, Brasil, España.
Martín Rumbo, socio y director académico de Brother Montevideo, explica que la escuela nació «con la consigna de formar talentos para entrar a la industria creativa, más principalmente a las agencias de publicidad». Después creció con el objetivo de «ensanchar el arco creativo y, por eso, empezaron otros cursos». Al ser una red de escuelas, cuentan con talentos de diversas partes del mundo y ofrecen propuestas con artistas locales y extranjeros. En ese marco, el Tano Verón estuvo en Montevideo, luego de «pegar onda con Guillermo [Giordano] en Brother Buenos Aires hace unos meses».
Es primavera, caen las pelusas de los plátanos en el Cordón. Revolotean. Todo lo invaden. Ella estornuda y el perro también: es que las pelusas se meten, por igual, en la garganta de personas y animales. Como todas las mañanas y las tardes, los dos están en la esquina del Bar Luz en el Cordón. Ella lee el diario, toma café, charla con los mozos y saluda a los vecinos que pasan por la vereda, un cruce muy transitado y con reminiscencias de barrio.
—Me llamo Josseline Ivette Cabanne. Cabanne con dos enes; como Pierre Cabanne, el escritor francés—. Toma mis útiles y escribe para asegurarse de que no haya errores. La lapicera es grande y la libreta es chica, sus manos aletean y los dedos parecen perder el equilibrio, pero Josseline se acomoda y escribe, concentrada, nombre, apellido y teléfono. Aclara que va al bar todos los días porque la atención es muy buena, el café es muy rico y porque Felipe se hizo habitué. —¿Desde cuándo tenés el perrito? —En París y en Madrid vi que mucha gente salía con sus perros. Se sentaban en los bares, en los boliches, en los restoranes e iban a las galerías y autobuses con los perros. Y me pregunté: ¿yo no tendré un perrito? Se lo dije a mi hijo y conseguimos a Felipe, en 2015, y empecé a venir todos los días porque él necesita socializar, así me dijo el veterinario. —¿Por qué elegiste un salchicha? —No lo elegí. Yo quería tener un perrito y a Christian, mi hijo, se le ocurrió que fuera un salchicha. Cuando era cachorrito, Felipe hacía amistad con todo el mundo, pero ahora se ha puesto bastante selectivo y tiene sus preferencias. Es íntimo amigo de Pablo, que viene al bar todos los días. Con Pablo tiene locura y con algún otro más también.
Fotografía: Javier Noceti
Josseline es docente de Educación Artística con énfasis en Artes Visuales. Se formó en Literatura, en el antiguo Instituto de Estudios Superiores, y en Arte en el Taller Barradas, principalmente. Desde hace treinta y seis años se dedica a la enseñaza y ahora, jubilada, sigue formando a otros docentes: «siempre en el encuadre de taller porque permite encuentro, diálogos, conversaciones». Desde hace tres años va todos los días al Bar Luz y promovió la creación de un rincón literario que el café ostenta desde el segundo semestre de 2018. Frente al baño había un biombo de mimbre, viejo y desvencijado, y uno de los responsables encargó la restauración de unos postigos que hoy ofician de estantería y que otorgan cierto refinamiento cultural al lugar. Ella hizo la primera donación de libros y luego otros clientes se sumaron.
—En un café del casco antiguo de Bilbao había libros y un cartel que decía: «El rincón del libro promiscuo. Se va con quiera cogerlo». Entonces traje la idea para acá, porque este bar me gusta, pero aquí hay palabras que no podemos usarlas—. Habla con picardía y ríe abiertamente. Disfruta del recuerdo y saborea la historia entre sorbo y sorbo de café. —Los dueños se apropiaron del proyecto— agrega con orgullo. —Pregunté de quién había sido la idea y me dijeron: «de la señora del perrito». —Como Chejov, la dama del perrito— responde con brillo en la mirada y afirma.
A pesar de la tradición literaria de los cafés de tertulia de los siglos XIX y XX y de ciertas cafeterías más modernas que ofrecen libros o que se instalan en librerías, una biblioteca en un bar de barrio es una curiosidad. No todos los clientes se acercan, pero sí reparan en esos libros. Hay nuevos y viejos, hay títulos para niños y para adultos, hay novelas y cuentos. La biblioteca se ha transformado en motivo de conversación: con los mozos y entre los clientes. Y se escuchan recomendaciones y reflexiones sobre un libro no terminado, el que más gustó, el primero de la vida, el que está pendiente.
A la señora del perrito le gusta el café bien caliente. Si lo encuentra frío, pide que se lo calienten un poquito más. Los mozos están atentos, ya lo saben, y cuidan sus hábitos. De mañana, come pan con grasa y algunas tardes un alfajor de maicena. Pero no quiere que su hijo lo sepa porque «me va a retar», dice con picardía. Además del Bar Luz, va a otros bares y cafés. Conoce todos los del barrio y los del Parque Rodó, el Centro y la Ciudad Vieja. Va a las cafeterías de moda y a las clásicas. Cuando Felipe era chiquito, iba a Puro Verso y lo llevaba en el bolso. Dice que lo acariciaba y se quedaba tranquilo mientras ella leía, miraba libros y tomaba café. A Josseline le gusta salir, tiene muchas actividades: los jueves de noche coordina un curso en el taller Barradas para docentes y los martes da clases a los que se forman para maestros de Educación Inicial, siempre en educación artística. Los miércoles de tardecita asiste, como alumna, a la cátedra Alicia Goyena y los viernes, en general, tiene más libre, pero aclara que muchas veces supervisa trabajos de los docentes y que los fines de semana siempre tiene algo.
—Tu agenda es muy agitada… —Sí y dos veces por semana voy al Espacio de Desarrollo Armónico de Graciela Figueroa. Tomo clases de Armonización y Danza. Me encanta. Ella combina varias disciplinas: yoga, baile, el encuentro. —A ti te interesan los encuentros y generar conversaciones, ¿hablás a través de los libros y de tu cuerpo que se expresa? —Claro. El Espacio de Desarrollo Armónico integra hasta la capoeira. Integra el grito primario para identificarse con el animal. Yo me identifico con el lobo. Entonces, de repente, me paro y aúllo—. Estamos sentadas afuera y Josseline fija la mirada en la calle, sus ojos se posan en el aire, endereza el cuerpo, acomoda los hombros hacia atrás, apoya levemente las manos sobre la mesa y, en teatral pose con la cabeza en alto, aúlla. Aúlla. Lo hace bien. Lo hace con convicción, con cuerpo y alma, y luego ríe. Ríe. —¿Y vos hacés todo eso? —Sí. Yo trato de interpretar lo que Graciela hace y le contesto a través de mi cuerpo. Es un diálogo corporal. —¿Cuántos años tenés? —¿Qué te parece?—. Se rehúsa, como en un juego de típica frivolidad femenina, tengo que convencerla y finalmente responde. —Bueno, cumplí 70.
Fotografía: Javier Noceti
Los libros y los platos
Es verano, hay mucho sol que se cuela a través de los plátanos y hace algo de calor. Ese día, Josseline usa un sombrero de paja, con ala. «Lo uso por el sol y en primavera siempre ando de sombrero porque me protege de las pelusas de los árboles. En invierno también uso, por el frío. Y Felipe, en invierno, usa capitas, tiene varias. También le compré un pañuelo, pero no se lo dejó poner. Él es friolento, de noche se cubre solito con su manta».
Cuando hace frío, ella se abriga para salir —con capas de diversos materiales, algún pañuelo o chalina y siempre con un marcado perfil de artista bohemia— y se resguarda en una mesa próxima a la pared. Si el día lo permite, disfruta del sol. Siempre se sienta afuera porque va con el perrito. Y, si llueve, no pueden ir porque al chucho no le gusta el agua. «Sí bañarse, pero no mojarse con la lluvia. Es muy coqueto». En verano, cuando hace calor, Josseline se sienta en una mesa que está frente a una puerta secundaria que, suele estar cerrada, pero que los encargados abren para ventilar. El perro se acuesta en la vereda y, de a poco, va metiendo su cuerpito hacia adentro, buscando el fresco del interior. Felipe gana espacios porque, como dice Josseline, «se cree el patrón del barrio».
—¿Se porta bien? —Sí, bastante. —¿Rompe cosas? —Bueno, él se cree un artista y hace intervenciones textiles que comienzan como un broderie y terminan en un filamento. Entonces lo tengo que retar. —¿Reconoce tu tono de voz? —Cada vez más. Yo le digo: «hay un regalo para Felipe» y va a la heladera porque sabe que tiene un hueso o carne. Y si le digo: «vamos a dormir», va para su camita. Con «vamos a pasear» se pone como loco y agarra la correa. Reconoce, desde muy pequeño, cuando le digo «quedás al mando» o «quedás al frente». —¿Por qué «queda al frente o al mando»? —Cuando queda responsable del apartamento porque yo me voy a trabajar. —Te decodifica por la entonación de tu voz… —Dicen que los perros tienen un acervo comprensivo de 170 palabras y que hay que hablarles mucho. Yo creo que le da rabia no entender todo el lenguaje, porque Felipe quiere hablar.
Fotografía: Javier Noceti
Josseline adora los libros y confiesa que cada vez tiene más. Los atesora, aunque se desprendió de algunos para formar la biblioteca del bar. Colecciona libros de adultos y, en especial, de educación artística y de filosofía de la educación. También tiene libros para niños pequeños porque coordina un curso de primera infancia. Lee de todo un poco: «Me gustan todos los escritores que le gustaban a Julio Cortázar porque ¡soy devota! ¡Devota de Julio! Lo amo locamente».
—Empecé a leer a Walt Whitman a los doce años. Ahí comencé a hacerme humanista y antibelicista. Leo mucho en francés. Ahora estoy leyendo un libro sobre filosofía de la educación artística y a Loris Malaguzzi, de Reggio Emilia. —Hoy te vi leyendo El Observador, pero comúnmente leés El País. —Leo lo que hay acá, como para empezar la mañana. Pero no son diarios que compro para nada. Me gusta la revista Lento y me gusta mucho Brecha. Antes la compraba, ahora no puedo, porque no me dan los capitales y tengo que priorizar.
Josseline ha dado varias ponencias sobre educación para el arte. Fue dos veces a España a presentar trabajos: en 2007 estuvo en la Universidad de Alcaná de Henares en un encuentro de escritura silenciada y, en 2015, en la Universidad de Huelva, donde disertó sobre educación en el arte en contextos socioeconómicos desfavorecidos. «Es un tema en el que he trabajado bastante. El arte permite calar hondo», reflexiona. Felipe ladra y nos interrumpe. Josseline lo llama al orden y seguimos conversando hasta que se repite la escena.
En 2016, curó una exposición de platos infantiles con depósito para el Archivo Histórico de Montevideo. En 2018, diseñó una nueva muestra para el Museo de Historia del Arte (MuHAr) de Montevideo. Las exposiciones surgieron de su propia colección. «Tenía tres platos infantiles, los térmicos que se calientan con agua abajo», explica. «Muy viejos, de “cuando la tierra estaba caliente”». Y así comenzó a coleccionarlos. Los compra en la feria de Tristán Narvaja, en la casa de remates Bavastro y trilla la feria del barrio, también.
—¿Cuántos platos tenés? —¿Esto va a ser público? Me estás dejando «en cuero vivo». Bueno, poné 200 piezas— dice mientras ríe fuerte, revolea los ojos y busca a Felipe que, atado, nunca se aleja más de un metro porque, además, es aprehensivo y también un poco quisquilloso. —Nos tenemos que ver otro día, ahora me voy al taller. El sábado voy a hacer una formación con un grupo italiano que trabaja el gesto gráfico desde la danza, desde el movimiento. Me voy a tomar dos oxabedoce para «aguantar la pulseada» porque será todo el día.
El oxabodoce es un analgésico y desinflamatorio que Josseline toma para calmar sus dolores neuropáticos (mal funcionamiento del sistema nervioso). «Me cuesta subir escaleras. Me cuesta mucho, pero vivo en un segundo piso por ascensor», aclara al pasar sin prestarle mucha atención a la cuestión.
Fotografía: Javier Noceti
Colgada en un arnés
Una mañana tomamos café y reflexionamos sobre los objetos del ritual: la taza, el pocillo, el vaso y la bebida. A Josseline le gusta el café en pocillo, ya sabemos que caliente, pero lo repite varias veces para que quede claro. Me cuenta que desayuna con café y que el resto del día toma mate. Compra café en una tienda del barrio.
—Pido 300 gramos de familiar especial y 200 gramos de moka. Lo hago moler para la cafetera italiana. ¡Queda delicioso! El sabor y el objeto, esa cafetera… Los italianos son los padres del diseño. Pero no conozco Italia, siempre fui a los mismos lugares: España, Francia y algo de Portugal. Como «el caballo del comisario, siempre a los mismos lugares». —Decías que te gusta el mate… —Me gusta el mate, pero me gusta que me lo ceben. Es que en casa no sé dónde lo dejo. Me olvido. No tomo mucho té porque me da un poco de acidez. Me encanta el submarino porque me enloquece el chocolate. ¡El chocolate! ¡El chocolate!— y Josseline ríe. Y Felipe ladra. Ella lo mira y dice: «Este se cree el dueño del barrio».
Me muestra una foto de Christian, su hijo. «Es psicólogo, también vive por aquí y, a veces, viene conmigo al bar. Le encantan los perros y con Felipe se llevan divino. Felipe se vuelve loco cuando le digo que viene su hermano. Además de ser buen mozo, Christian es un excelente profesional y una excelente persona». Su expresión se suaviza, como si se quebrara.
—¿Qué hiciste el fin de semana? —Fui a ver una película exquisita, impresionante: Mi obra maestra. Te la recomiendo. Fui con un amigo. No tiene desperdicio esa película. —¿Y vas al cine sola, también? —Sí. Me gusta ir con compañía, pero también voy sola. —¿Te molesta salir sola? —No, para nada—. Su voz denota asombro, como si la pregunta sobrase. —No todo el mundo vive la soledad como una oportunidad. —Puede ser. Yo no me ato a la situación. Voy generando el día a día. —¿Hiciste algo más el fin de semana? —El sábado estuve todo el día en una formación intensísima en Casa Rodante: una compañía italiana que trabaja el gesto gráfico y el gesto corporal. Muy nutritivo y formador. ¡Todo el día! Estuve desde las nueve de la mañana hasta las ocho y media de la noche. Y, después de estar todo el día en la formación en Casa Rodante, me fui de noche a una cena en La Unión.
Pasa una vecina con su perro. Se para y saluda a Felipe. Él se queda quieto para recibir mimos. Minutos después se acerca un muchacho con su mascota y Felipe, atento, lo espera para jugar. Josseline reflexiona: «Felipe y sus amigos». Me quedo mirando los perros y su juego un tanto infantil, cómo interactúan los dueños y el mozo del bar que también es parte de la dinámica. Josseline aprovecha mi distracción y busca algo en su celular. Me muestra un video en el que está colgada en un arnés de tela, se la ve paralela al piso, suspendida en el aire y dibujando sobre cartulinas.
—Eso fue el sábado en Casa Rodante. Sentís que volás y mientras, con las manos, hacés gestos gráficos sobre el papel. Fue intensísimo— cuenta con entusiasmo. —¿Y vos te colgaste? —¡Obvio! ¿Me voy a quedar con las ganas de experimentar eso?
Fotografía: Javier Noceti
Fuentes
Josseline Cabanne, comunicación personal, 11 de octubre de 2018. Josseline Cabanne, comunicación personal, 15 de octubre de 2018. Josseline Cabanne, comunicación personal, 18 de diciembre de 2018. Josseline Cabanne, comunicación personal, 14 de enero de 2019.
—¿Cómo suena?— se pregunta «Fede» Vaz Torres mientras recorre el lugar con la mirada como si la respuesta sonase en el aire. Minutos después, con un dejo de felicidad y de asombro casi infantil, agrega: «Es un instrumento que tiene el rol de cantar y de encargarse de la melodía».
—¿Tiene la pluralidad de las voces?
—Sí. Puede imitar la voz humana, como pocos. Usa, mediante la respiración, unas lengüetitas que permiten ser la propia voz y cada persona que toca la armónica tiene su voz con el instrumento, salvo los principiantes que soplan desde la boca y no desde el tracto y eso genera un timbre bastante común. En la armónica encontrar la voz es encontrar el tono y es todo un viaje.
El entusiasmo y el carisma musical de «Fede Vaz» Torres se perciben sonoramente: explica con gestos de instrumentos, canta, imposta la voz, mueve los pies con ritmo y golpetea cada madera que encuentra. Le gusta explicar y poner en palabras la complejidad de la armónica, un «instrumento inventado para llegar a todo el mundo, pero difícil de ejecutar. No hay chance de errarle en un principio porque las notas están puestas para dar acordes, soples donde soples. Pero después eso se hace muy monótono, te limita la posibilidad de cantar melodías y por eso hay que estudiar y practicar».
Copyright: Sergio Gómez
La armónica es un instrumento de viento (grupo viento-madera, subgrupo instrumento de lengüeta libre) inventado en China tres mil años antes de Cristo y conocido como sheng (voz sublime). En 1821, Christian Friedrich Ludwing Buschmann —relojero alemán— creó una versión moderna de la armónica que llamó mundäoline y que dio origen al desarrollo del actual instrumento. La armónica se popularizó en Estados Unidos, durante la Guerra de Secesión, por su portabilidad y bajo costo. «Estaba al alcance de mucha gente y hay historias de armonicistas famosos que las robaron para poder tocar», ilustra el músico.
El mismo Fede Vaz está dentro de este grupo de armonicistas. Con tono cómplice y sin vergüenza narra la historia: «Viví en La Paloma desde los tres años hasta la adolescencia. Me mudé a Montevideo a los diecisiete para jugar al fútbol y seguir el liceo. Me fue muy mal en los estudios y mis viejos me mandaron a laburar con una prima que tenía un cibercafé. Estuve un par de meses y un día descubrí una armónica en un mueble. La probé, me enamoré y me la llevé. Fue un viaje».
«Fede Vaz» Torres tenía dieciocho años cuando decidió llevarse esa armónica en el bolsillo, pocos meses después buscó un profesor y llegó al reconocido Eduardo «Pato» Acevedo. «Lo vi en un programa de Omar Gutiérrez, estaba tocando con El Sabalero. Lo llamó rápidamente y tomé clases con él dos años. Estaba todo el día fisurado con la armónica».
Años después se fue a Buenos Aires a un festival internacional en el que encontró músicos brasileños y argentinos que lo colmaron de información, pues fue la primera vez que vio folclore, jazz gitano, rock. «Se me abrió la cabeza porque yo solo conocía los blues», explica con entusiasmo.
Copyright: Sergio Gómez
Después formó un dúo con un amigo, también empezó a tocar en otras bandas y con Eddy Díaz, un blusero muy conocido. Un día el azar, su talento y las papas fritas le dieron una gran oportunidad: «A los 23 años estaba trabajando de cocinero en La Paloma y llegó La Triple Nelson. La dueña del lugar, que tenía terrible onda, les dijo: «tengo un pibe acá que, cuando no cocina, toca la armónica». En el show me invitaron, salí con olor a papas fritas y toqué con La Triple. Fue terrible experiencia. A partir de ahí Christian Cary me llamó para tener un toque juntos. Empecé a hacer algo de carrera y aprendí mucho de él, un tipo con gran carisma. Estuve cuatro años tocando con Cary por todo el país y empecé a curtir fuerte: otras bandas me empezaron a conocer y la gente también».
Vaz Torres se ha ganado un lugar en la historia de las armónicas del Uruguay como músico, docente y luthier. Además, es el creador del Club Uruguayo de Armónicas, un grupo que nuclea a sus alumnos y exalumnos y que también está abierto a otros armonicistas. «Armé el Club para que ellos se junten. No todos son músicos, algunos están recién empezando. Pero se entusiasman, ven que otros lo logran y que se puede tener una banda. Es un gran grupo humano que nos enseña la importancia de cada uno».
El Club se formó en 2018. Ya tiene logo, remeras, videos subidos en las redes sociales, lugar de reunión y de práctica, varios talleres con músicos nacionales y extranjeros y un proyecto muy ambicioso: dar vida a la Feel Armónica, la primera orquesta de armónicas del país.